domingo, 20 de septiembre de 2009

Lunes, 21/09/09, Barcelona






No sé describir la sensación de desacomodamiento que me provoca trabajar en Barcelona, “estar establecido”, y al mismo tiempo vivir en un hostel. Me levanto a las ocho, llego a la oficina a las nueve y cuarto, paso el día en la calle intentando en vano afiliar personas débiles o manipulables a una ONG, vuelvo al hostel a las ocho, me acuesto entre la medianoche y la una. Mis días se suceden viendo pasar miles de caras apuradas a mi alrededor, hablando con cientos de personas un segundo o dos minutos o cinco, nunca más que eso, time is money, my dear, imagino pensando a mi jefe. Luego vuelvo a casa, por decirlo de alguna manera, y veo pasar más gente. Comparto habitación con diez itinerantes, que cambian cada dos o tres días sus facciones y sus idiomas y sus marcas de cigarrillos, y yo soy el único que vive ahí, con despertadores y responsabilidades. Quieto, los veo moverse.
Hace un par de noches fumé hash con un chico eslovaco y dibujante que fue el primero en este viaje en saber la diferencia entre un comunicador y un comunicólogo. Dijo que quería estudiar comunicología, pero que en Ljubljana no existía o era muy difícil el examen de admisión.
Después de pensarlo en frío este fin de semana, decidí que mañana voy a renunciar. En realidad, no había mucho para pensar. Mis dos peores días, días largos de lágrimas y frustración, se los debo a este trabajo. Días en los que me detesté por hacer lo que hacía, en los que la vergüenza era lo mismo cerrar los ojos que mirarme en un espejo. No me va bien, gano muy poco, paso todo el día trabajando, y aparte me parece detestable lo que tengo que hacer. No estallo de entusiasmo ante el panorama de tener que comenzar de vuelta a buscar trabajo, pero creo que me despejará mucho la cabeza dejar el que tenía.
El MACBA, uno de mis museos preferidos, logró algo que, en este momento, difícilmente hubiese ocurrido de otra manera: causarme una alegría sincera poniendo frente a mis ojos “algo” argentino. Una sala entera dedicada al Di Tella, a Tucumán Arde y a León Ferrari. Es que contra eso no hay rechazo posible.
Hace un rato pasé veinte minutos puteando a los gritos porque me robaron la cena. Abrí la heladera y mi pizza no estaba. No había comido desde la mañana, y los mercados cerrados porque es domingo, y afuera llovía como en un paisaje bíblico. Terminé empapado, gastando el doble de lo que suelo gastar, con cara de culo comiendo un big mac. Necesito mudarme del hostel, conseguir una habitación. Pronto.
Ayer a la noche fui al cumpleaños de Addaia, una amiga de Sara. Una reunión en su terraza, con suficiente alcohol y la mejor comida que probé en semanas o meses. Antes de terminar, una chica de Menorca nos deleitó con una muestra de su profesión: cuentacuentos. Una artista con todas las letras, puro talento narró y actuó tres cuentos suyos, que incluían un embarazo con parto incluido en una pareja gay y una versión bastante border del lobo y los tres cochinitos.
El viernes a la noche fui con un grupo de gente a un concierto al aire libre en el Parc de la Ciutadella. Algunos decían que sería de jazz, otros de música árabe como celebración del fin de Ramadán. Cuando llegamos, en cambio, nos encontramos con una banda senegalesa que tocaba música africana. Mucha percusión, la gente vuelta loca no paraba de bailar. Decenas de árabes circulaban vendiendo cerveza entre puestitos de comida turca y alquiler de narguilas. Después, un dj inyectó energía con mezclas de tecno y música árabe o brasilera y la noche crecía y el suelo temblaba. Detrás de mí había un rockero gordo y barbudo en silla de ruedas, con una remera deHulk, a quien todos conocían y parecían querer mucho. Frente a mí, figurita repetida: un marroquí que me cruzo casi todos los días, en los lugares más insólitos, de día vendiendo paraguas y de noche cervezas, aunque cada vez que pasa a mi lado susurra “chocolateporrococaína”. Generalmente no le hago caso. A la salida nuestro grupo se sentó a charlar bajo el Arco del Triunfo y la fresca madrugada catalana. A un par de metros de nosotros chocaron dos bicicletas y uno de los conductores se quebró la pierna y estuvo media hora entre insultos, gritos y quejidos. Nos terminamos haciendo amigos de ellos y nos convidaron un poco de su hash paquistaní.
El recital celebraba el comienzo de la Mercé, semana entera de bandas, teatro, juegos, una feria del libro al aire libre que ocupa como cinco cuadras por las dos manos, tradiciones y demás actividades culturales gratuitas, ininterrumpidas y populares. Es la semana de la patrona de Barcelona. Vienen cientos de grupos, hay constante intervención callejera y el próximo domingo es el Piromusical, espectáculo multitudinario de música y fuegos artificiales.
Ayer fui a almorzar a Barrilonia, una casa tomada por ocupas predominantemente latinos y zapatistas. Hicieron una paella popular. Me invitó un amigo del trabajo, que se está iniciando allí en teatro del oprimido. Hay un chico que estudió sociología en la UBA. Conocí a una pareja de uruguayos con su hija chiquita, y cuando les pregunté de dónde eran, contestaron “nosotros dos de Montevideo, pero ella –apuntando con el índice a la niña– es cabopoloniense”. Creo que me salió algo similar a un alarido. En la casa están planificando una (contra)marcha para el doce de octubre. Los jueves a las noches tienen jams literarios (¿?) y dan charlas sobre zapatismo los viernes. Ésta es la tercer casa que ocupan, de las dos anteriores los echó la policía.
Feliz día a todos los estudiantes.
Hoy empieza el otoño. Otoño es mi estación preferida. Lo curioso es que éste es el segundo otoño que vivo este año, y al mismo tiempo el quinto que he vivido en mi vida.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Viernes, 11/09/09, Barcelona









Advertencia: lo que lean de ahora en adelante será cero forma y puro contenido. Hay muchas cosas que decir, es inabarcable. Y poco tiempo para hacerlo. Si encima de intentar darle un mínimo de coherencia a lo que cuento, intento escribirlo “literariamente” (¿?), envejecería frente a este monitor.
Imposible narrar todo lo que pasó en esta última semana, que parece un mes. Las Ramblas diurnas con sus estatuas vivientes, sus artistas, sus vendedores de pájaros, su cosmopolitismo. Las Ramblas nocturnas con sus obesas putas nigerianas, sus proxenetas, sus innumerables vendedores de marihuana for export. Gaudí. No se puede decir nada de Gaudí, porque las palabras no sirven, van a parar directo a la basura. Innovación, originalidad, vanguardia, creación, belleza, genialidad, perfección. Palabras que caen al piso y se quiebran como copas de cristal. Gaudí une estructura y ornamento, escultura y artesanía, arte y arquitectura, naturaleza y construcción, estética y funcionalidad. Sus edificios son blandos, ligeros, sinuosos. Fachadas de ondulación ininterrumpida que imitan el movimiento de las olas. Figuras geométricas inconcebibles. La Casa Batlló, por ejemplo, es el mar hecho edificio. El mar y sus animales, sus plantas y minerales, sus formas, sus texturas y colores, sus movimientos, sus remolinos y burbujas. Hechas edificio, literalmente. Tranvías y parques de diversiones que funcionan desde hace cien años. Modernismo en su más pura expresión. La boca que se abre y despliega su incredulidad paso tras paso, dejando huellas babosas sobre el suelo. El show de las fuentes de Montjuic, esa combinación perfecta de música y colores y formas acuáticas que traslada las sensaciones hasta el límite y que en un momento me hizo llorar, no de felicidad ni de asombro, mucho menos de tristeza. De belleza lloré, por primera vez en mi vida. Era insostenible tanta belleza al mismo tiempo.
En las fuentes conocí a Anna, inglesa que vivió en Roma y Venecia y actualmente reside en París. Anna es editora de una revista odontológica y me dio su teléfono para que la llame cuando vaya a la ciudad luz. Dijo que me presentaría a sus amigas escritoras que estarán encantadas de mostrarme el “París literario”, definición que en un principio me caló como una intravenosa de endorfina y luego me pareció más bien redundante. Anna estaba con su adorable novio de Touluse, cantante tenor de ópera que no entiende de obstáculos a la hora de hacer el ridículo para animar a quienes están a su alrededor. Bailamos y cantamos y nos empapamos frente a los miles de concurrentes, entre chorros de agua anaranjada y Carmina Burana. Cuando el show de Montjuic terminó y yo ya preparaba mi despedida de enjoy the city and have a good life, ellos se anticiparon con una invitación a su hotel que más bien parecía una súplica. Es que nosotros siempre nos quedábamos en hostels, me explicaron, y por primera vez, ahora que nos graduamos y trabajamos, pudimos pagarnos un hotel y tiene la mejor vista de Barcelona que hay en toda la ciudad. Y así fue. Media hora después estábamos los tres en la terraza de un piso veinte, en un brindis ruidoso de mojitos (que no me dejaron invitarles, esa noche todo lo pagaron ellos), viendo toda la ciudad nocturna desde el cielo en trescientos sesenta grados. Inolvidable. Conocimos a unos ingleses de humor agrio, interesados sólo en su queen y su Gordon Brown. Luego nos fuimos los tres a una discoteca donde me esperaban las siete madrileñas que yo había conocido esa mañana entre chimeneas gaudineanas. A dos cuadras del lugar, la vejiga del novio de Anna no soportó tanta presión y descargó contra una pared junto a tres catalanes que hacían lo mismo. En el instante en que los locales se fueron, llegaron los invitados de siempre, maldita policía. Le cobraron setenta euros a mi amigo, se los cargaron a su tarjeta de crédito con un punto de venta que el cana tenía en el bolsillo. Eso falta implementarlo en el tercer mundo. Me metí a interceder, por supuesto, un poco de traductor y otro poco porque no soporté el mal trato que le imponían. En mi vida vi a policías tan agresivos, tan insultantes. Y me dijeron que me vaya, que me calle, que el problema era con mi amigo. Veinte minutos estuvimos enredados en una discusión in crescendo hasta llegar a lo que yo llamaría uno de los momentos más satisfactorios de mi vida: decirle a un policía “cállate la boca” en su cara, con su posterior amenaza de arrastrarme a la comisaría para que me follen los negros, y mi retruco de que no se atreva a ponerme un dedo encima, etcétera. El pobre chico, obviamente, termino sumido en un humor de mierda y al final entré a la discoteca solo.
Conocí también al recepcionista de mi hostel, un argentino desfachatado que no sabe lo que es un peine desde los ochentas y que una mañana me ofreció un mate tibio y lavado. Antes de ayudarme a cargar mi valija a la habitación, con los ojos pelados ante mi inconcebible equipaje, me dijo:
- Tenés que aprender a desapegarte de las cosas
- Lo sé, tenés razón. Esa mochila de veinte kilos sólo tiene libros
- ¿Y eso de dónde sale?
- Leo y escribo
- ¿Escribís mucho?
- Mmm… no sé qué responderte
- Bueno, si escribís tenés que entender de desapegos
Lo pensé un par de segundos y concluí:
- Buena reflexión
Jamás fue tan fácil conocer a alguien como a Claudia, nacida en la RDA (¡por fin conocí a una soviética!), de madre peruana y ex residente en Luxemburgo, cuatro o cinco idiomas y veinte años. Yo iba a un concierto donde tocaba el novio de la prima de Sara, gran amiga catalana. Salí del hostel, y Claudia cinco segundos después. Nunca había hablado con ella, ni la había visto. Di tres pasos y escuché una voz que venía de atrás, lejos y cerca:
- ¿Tienes plan?
- Sí
- ¿Puedo ir contigo?
- Sí
Y así fue.
Al día siguiente, por intermedio de ella, conocí a Toni (apócope y aféresis de Antonia) en la playa, una chica berlinesa que me ofreció quedarme en su depto cuando vaya por esos pagos, y que viajó desde la capital alemana hasta Barcelona en bici, sola, durante un mes. Así de genial como suena.
Petra es una checa fotógrafa y masajista, con un aro insertado en algún lugar entre el labio superior y las encías, ferviente defensora de Nostradamus, eterna itinerante y ex heroinómana que con una charla de media hora me hizo replantear mi futuro y enturbiarme un poco más las ideas.
Ayer me enteré que tengo un primo segundo que vive en Iowa y llegó ayer a Barcelona para estudiar un semestre. Tiene veintiún años y no lo conozco.
Esta ciudad también está repleta de argentinos, pero no me resulta tan molesto. Será porque entre tanto cosmopolitismo se terminan mezclando, o quizá porque tantos venezolanos, de alguna manera que no sé explicar, equilibran un poco la balanza.
Hoy vi a Tawil, amigo de la secundaria que no veía desde que teníamos quince años, momento en que se mudó a España con personas de su mismo apellido. Cada uno pensó que el otro estaba igual. Fue todo más fluido y divertido de lo que pensé que sería. Hace un tiempo, él recordó los viejos buenos tiempos y, en un gesto muy solidario, me abrió las pueras de su casa para cuando llegue a Barcelona. Después todo fue confuso y desesperante: fue imposible comunicarme con él durante días, fue todo muy ambiguo y decepcionante y las puertas de su casa no se abrieron nunca. Probablemente en estos días le alquile una habitación a la novia de él, para vivir con ella y su madre, a quien Tawil me vendió como una paraguaya-hiperactiva-ex hippie-presa política de Stroessner-fumadora de porro, o algo así entendí o quise entender.
Cuando quise entrar a la Padrera, primer edificio gaudiano al que fui, intenté conseguir, como siempre, entrada de prensa, pero por primera vez me rebotaron mi credencial, tan útil hasta ese momento. Escuché una risita ahogada cuando la chica de la taquilla vio mi carnet. Y no es para menos. Eso no sirve de nada aquí, me dijo, tienes que tener una internacional, y después validarla en la oficina de prensa de la ciudad. Al día siguiente, lo primero que hice fue ir hasta allá. Hablé con Montse, la jefa de prensa. Durante media hora clavó su mirada sin parpadear en mis ojos, mientras me interrogaba a ritmo detectivesco. Verso va, verso viene, me supe vender bien, como una especie de hijo bastardo entre Hunter Thompson y Kapuscinski, cuando en realidad, de ser periodista, yo sería más bien una pastilla vomitada entre Rolando Graña y Catalina de espectáculos. Tras media hora de espera, la señora volvió con tres kilos de papeles en sus manos, entre folletos, guías y dossiers de prensa. Encima de todo eso, mi carnet, válido por tres semanas. Encima de mi carnet, su tarjeta. “Para que me mandes todo lo que escribas y publiques sobre Barcelona”. “Por supuesto”, respondí. Durante un rato largo anduve con mucho remordimiento.
Es incalculable la cantidad de dinero que me he ahorrado con eso. Entro gratis donde me da la gana.
Conseguí trabajo. Un trabajo que me avergüenza y no encaja con mi perfil. Ayer fue mi día de prueba y el lunes empiezo. Trabajo para una empresa con todas las letras, para un grupo de Yuppies (la mayúscula es eufemismo) que sólo hablan de dinero. Tengo que estar en la calle todo el día, vestido con el chaleco de una ONG al estilo UNICEF, pero menos conocida. Mi trabajo es hablar con todas las personas que pasen alrededor mío, e intentar convencerlos, en no más de tres minutos, de que se afilien a la ONG, a través de una donación de diez euros como mínimo. Es muy difícil lograr que alguien se pare a escucharte cuando caminan por la calle, generalmente van apurados o no tienen paciencia. Es aún más difícil convencerlos. Por algunos lados, la cuestión cierra. Me llevo bien con mi jefe, que tiene diecisiete años y es el “joven promesa”. Si logro hacer bien mi tarea, dudoso punto incierto, mi sueldo será mayor de lo que podría ganar en cualquier otro trabajo que pueda conseguir acá. Y, mal que mal, estamos colaborando con una causa justa. El dinero le llega a la ONG a través de nosotros. Pero hay lados que no cierran. Se camina en un límite moral muy delgado. El punto de vista y el discurso de la empresa, y desde cierto punto de vista lo que hacemos nosotros, es vender a los niños hambrientos de África como un producto, y tratar como clientes a quienes quieren ayudar colaborando. Cuando lo pienso así, cuando me veo haciendo eso, me da ganas de golpearme, de renunciar, de vomitar. Yo intento encontrarle la vuelta de mil maneras, pero a veces se hace cuesta arriba.
Estuve cinco años sin comer McDonalds y ahora es la mitad de mi cena todas las noches.
Un capítulo aparte, sin duda, se lo tengo que dedicar a Sara, chica mediterránea que conocí hace unos meses en Buenos Aires, en un curso de escritura creativa. Adorable como pocas personas que han pasado por mi vida. Ella volvió a su ciudad, luego de varios meses, el mismo día en que yo llegué. A los pocos días, salimos una noche, con una amiga suya capaz de hipnotizarte con la gesticulación de sus manos. Sara me mostró su barrio, recorrimos las callecitas hermosas de Gracia, y luego nos sentamos a tomar unas birras y a charlar en una plaza llena de jóvenes y buen ambiente. Así estuvimos horas y horas, descalzos, hablando de tantas cosas que nos hicieron reír o abrazarnos o darnos ganas de llorar aunque no lloramos nunca. Era tarde, quizá las cuatro o las cinco, la amiga de Sara ya se había ido, cuando tres chicas se nos acercaron. Tres chicas “con toda la onda”, como quien dice, muy de Barcelona. Se presentaron en catalán. Una de ellas tenía una lata de cerveza en la mano, y mientras nos la extendió, dijo algo así como “se la ganaron. Son la mejor pareja de la noche. Ya llovió dos veces, y mientras todos iban a refugiarse bajo el toldo, ustedes dos se quedaron acá toda la noche”. Creo que también hicieron referencia a lo lindos que nos veíamos juntos, o a que se notaba la alegría que había entre nosotros. Quizá no, quizá me lo imaginé. Todo es parafraseo, pero la idea es ésa. Recuerdo que nos regalaron la cerveza, y al instante siguiente pensé: “vivir es esto”. Pero no atiné a decir nada, porque Sara se anticipó y dijo (parafraseo de nuevo): “la vida es estos momentos”, o algo así. Luego la policía nos echó a todos, y nos fuimos a otra plaza y la noche siguió hasta que los cuerpos dijeron basta. Una madrugada difícil de (d)escribir, de esas que no se olvidan. Esas noches llenas de magia y de colores, esas noches con duende, como dirían por estos lares.
La noche de ayer también fue compartida con Sara y una amiga suya, Tali. Fuimos a ver a una banda que ellas aman, “Love of lesbian”, en las afueras de Barcelona. Complicada de encasillar, muy divertida. Cuando terminó, volvimos a la ciudad. Caminamos un tramo largo, yendo a distintos lugares nocturnos, sin entrar a ninguno, todos demasiado concurridos. Terminamos comprando unas latas de cerveza y tomándolas sentados al lado de La Rambla. A esa altura de la noche, con un par de litros de cerveza circulando en las venas, prendimos un porro. Al ratito cayó la policía y nos pidió documentos. El porro lo escondí a tiempo, el problema era el alcohol. Está prohibido tomar en la calle, en lata o botella pero no en plástico. Estuvieron un rato largo ahí, y no hubo manera de darle la vuelta, terminamos multados con treinta euros. Yo comencé a sentirme mal, muy mal, la presión me bajó hasta límites absurdos y el color de mi cara se borró como si nunca hubiese existido. Y la policía ahí, frente a nosotros. Yo no podía hablar, no podía levantar la cabeza. Mi estado era culpa de ellos. La marihuana y la bebida no me habían causado ese efecto, hasta que la policía, la puta policía, apareció. Y los soporté menos que nunca. Veinte minutos sin poder mirar al frente, con la cabeza caída y sin fuerzas, observando fijamente un par de botas. Los uniformes se fueron y yo no podía levantarme. No hubiese podido hacerlo, de no ser por Sara y Tali que me llevaron apoyado en sus hombros, incluídas dos paradas en plenas ramblas para vomitar papas fritas con kétchup y mayonesa, hasta que nos subimos a un taxi y me dejaron en mi hostel.
Ni hablar de lo que fue hoy a la mañana.
Cierro acá, esto ya es insostenible.
En fin, que estoy muy bien, muy feliz, bien acompañado y en una ciudad de puta, de re puta madre.

martes, 1 de septiembre de 2009

martes y miércoles, 1 y 2/09/09, Mallorca y Barcelona









En la puerta de embarque nadie tiene más de treinta y cinco años, y el que no lee escribe y el que no escribe pinta. Muchas mochilas, idiomas, tatuajes.
Escribo estas líneas desde el avión “Spread Love”, diseñado por MTV (así de cool como suena), que hace un ratito saltó desde Mallorca y dentro de unos minutos apoyará sus patas de caucho en Barcelona.
Hoy fue, al mismo tiempo, mi primer día libre en un mes y mi último día en Mallorca. Tenía planificada la jornada: tren, tranvía, pueblito, barco, cala desconocida, cámara de fotos, libro, cuaderno. Toda la tarde con los músculos relajados y mi ombligo frente al sol. Eso quería hacer y eso hubiese hecho, de no ser porque los planes tienes esa frecuente tendencia a desmoronarse como castillos de arena, en este caso por dos motivos: mi jefe, a.k.a El Hijo de Puta, no quiso (“no pudo”) pagarme mi sueldo ayer, como habíamos convenido, así que hoy tuve que ir por trigésimo segundo día consecutivo al restaurant. Y también porque, para variar, no había trenes de vuelta a Palma desde 14.00 hasta las 18.30. Entonces tacho tranvía, barco y cala, y dejo tren, Soller (pueblito desconocido) y 41º grados a la sombra. Igual fue un lindo día.
Soy un tipo al que le disgustan muchas cosas (¿a quién no?), pero me cuesta odiar algo. Sin embargo, hubo un añadido reciente a mi top tres de cosas que odio. No me queda claro aún si desplazó a Moria Casán, a las ensaladas (salvo la rusa) o al nazismo. Odio el transporte mallorquín. Lo odio en cuerpo, alma y espíritu. Este lugar puede ser un calvario si no tenés auto, moto o bici. Sin exagerar, la mitad de mi tiempo en esta isla transcurrió entre autobuses y paradas de autobuses. En no-lugares, diría Augé.
Hoy, después de desayunar, llegó a mi celular un mensaje de lo más agradable: Tawil (un amigo de la secundaria al que no veo desde que se fue –se vino– a vivir a España, cuando teníamos catorce años. Y que tuvo el muy solidario gesto de recordar los viejos tiempos y abrirme las puertas de su casa en Barcelona) me avisaba que la empresa para la que trabaja recién le había notificado que desde hoy hasta el viernes él tendría que ir a Madrid para hacer un curso. Así que, hablando de planes que se desmoronan, me quedé sin techo en Barcelona horas antes de llegar. El Parc Güell parece un lindo lugar para pasar la noche, junto con los cincuenta kilos que cuelgan de mis hombros infinitamente agradecidos por semejante remedio contra la escoliosis.
Llegué a Barcelona hace un rato. Desde que pisé este lugar se me dibujó una sonrisa en la cara que incluso ahora, horas después, no se me borra. Me subí a un colectivo en el aeropuerto. Comencé a charlar con dos personas que estaban a mi lado. Un chico israelí, malabarista callejero y trabajador social “especializado en grupos” con adolescentes delincuentes. Un divino. Y Laura, una chica barcelonesa, artista audiovisual. Una divina. Hablamos de viajes, de lugares, un poquito de arte, mucho de Almodóvar, hasta que ella se bajó y el israelí y yo bajamos juntos, fuimos juntos a otra parada, él se fue, y yo paré un taxi para que me lleve a ocho cuadras, imposibles de caminar con el equipaje que tenía. La calle llena, llena de gente joven. En este momento, cinco en punto de la mañana, día muy ajetreado y casi un día sin dormir, me es imposible describirlos. No tengo ganas, ni siquiera. Las pestañas se me caen como yunques al vacío. El punto es que unos instantes de Barcelona, su gente y sus calles me hicieron inmensamente feliz. Aunque el taxista estaba de mal humor porque se quería volver a Ecuador, aunque tuve que caminar casi una hora por la noche barcelonesa, con cincuenta kilos encima buscando un lugar adónde dormir porque los primeros cinco hostels estaban colmados, aunque tuve que subir mi valija cuatro pisos, aunque hoy, entre los 41º, los nervios de último momento, tantas otras cosas, traspiré hasta quedar con aspecto famélico, aunque los primeros cuatro acentos que escuché recién llegado a Barcelona fueron (¿cuándo no? ¿CUÁNDO MIERDA NO?) argentinos, todo, absolutamente todo eso me resbala, me chupa un huevo, me toca un pie, porque estoy donde estoy, y todavía no lo puedo creer, siento que todo esto es un sueño.
Coño, coño, quiero escribir más, tengo más cosas que decir, pero sinceramente no me da la cabeza a esta altura.
Por un momento me volteo y frente a mí está Mallorca. Le agarro la cara con suavidad, con mis dedos le rozo los cachetes, se los aprieto un poco, como si fuese mi nieto, y le sonrío. Le sonrío por dejarme talladas en la retina playas paradisíacas, tantísimas obras de Picasso y Miró, angostos callejones adoquinados, un concierto de música clásica interpretado desde barquitos que flotaban perezosos en un lago en el interior de una cueva. Le sonrío por haberme dado trabajo en tiempos en los que es un bien escaso, y le sonrío más aún por haberlo terminado sano y salvo. Le sonrío por haber sido la primera puerta que abrí, por haberme dado una buena amiga que duró tres días, por hospedarme en el período de mi vida en el que más escribí, y por tantas noches desparramado en una hamaca, oyendo la noche, con un porro en la mano y la vista fija en un azabache profundo brotado de estrellas, todas las noches alguna, aunque sea una, fugaz. Y siempre el mismo deseo, salvo una o dos excepciones. El deseo que no se cumplirá nunca, claro, y sin embargo.
Cierro el primer capítulo y paso de página. Está en blanco, todavía, pero ansiosa por tragarse tonelada y media de tinta y de cuerpo.