jueves, 8 de octubre de 2009

jueves, 8/10/09, Barcelona

Empiezo pidiéndote, pidiéndoles perdón por la ausencia prolongada. Estoy en la calle todo el día y me conecto poco a internet. Cuando tengo algún momento para sentarme a escribir, no sé por dónde empezar, pasan tantas cosas todos los días que este mes que llevo en Barcelona parecen tres o siete, vida condensada. Ahora no tengo demasiadas ganas de escribir, y de ninguna manera me siento lúcido ni mucho menos inspirado. Pero, si no lo hago ahora, no sé cuándo podré, así que largaré un chorro de lo que salga y ya verán qué hacen con eso.
Finalmente me mudé, alquilé una habitación en el sureste de la ciudad, en Poblenou. La zona está muy bien, ambiente tranquilo, casi de pueblo, caminata de diez minutos hasta la playa, poca contaminación turística. Ex núcleo industrial de la city, con fábricas recicladas y resignificadas, pretenden cambiarle el nombre a Distrito 22@ (así como suena, veintidós arroba). Vivo a diez metros de la calle principal, repleta de cafés con sillas en la vereda y faroles antiguos y árboles laterales simétricamente bellos: la Rambla de Poblenou, peatonal que cruza el barrio, literalmente, de mar a montaña.
Desde hace un par de semanas decidí hacer un cambio radical en mi vida: armar mis propios cigarrillos. Compro tabaco, papeles y filtros por separado. De esa manera fumo menos, ahorro mucho, es menos nocivo, y no enriquezco a las tabacaleras. A veces fastidia un poco armar uno cada vez que tenés ganas de fumar, pero vale la pena.
Extrañaba ir al cine, así que fui a ver un par de pelis: la de Campanella con Darín, y “Mapa de sonidos de Tokyo”, film que, como pasa tanto últimamente (hace tanto que digo últimamente cuando hablo de estas cosas), me narró partes de mi vida actual, unas cuantas tomas intercaladas del centro de Barcelona, un tipo cantando en un karaoke “Enjoy the silence” (tema que escucho todas las noches), una forma de sentir y expresar la felicidad exacta a la tuve hace un par de semanas. Me falta la última de Tarantino, de Von Trier y de nuestro querido Maderita.
Me gusta Barcelona porque los viejitos parecen felices y porque abundan las chicas de pelo corto que andan en bicicleta.
Por algún motivo ya vi a tres personas llorando en el mismo Carrefour, paseando entre las góndolas. Una de ellas me la mostró el espejo.
El domingo fui a pasar el día en Sitges, reconocida capital homosexual, impresionantes esculturas de arena. Pocas veces vi una ciudad tan limpia y ordenada. Era casi nazi (horrible cacofonía) y al mismo tiempo súper gay. Mientras siga acá, pienso aprovechar todos mis fines de semana restantes en viajes, sea donde sea. Tengo pendiente (ya estoy planeando), entre otras cosas, Figueras; muero por estar en el templo surrealista, el Museo Dalí, que él mismo diseñó.
Me gusta Barcelona porque es una ciudad rojita, fiel a su tradición republicana, y por la envidiable igualdad de género que ha logrado y mantiene.
No me gusta que los semáforos cambien tan rápido. El amarillo titila durante un instante tan breve que si te agarra a mitad del cruce tenés que.
Me gusta Barcelona por su ensamblaje multicultural, su cosmopolitismo armónico. Caminar una cuadra, en cualquier punto del mapa, garantiza ver exponentes de, como mínimo, cuatro continentes. No mentiré que todo está pulido y que los vínculos nunca tienen grietas, pero digamos que, en general, las personas son abiertas y da la impresión de que acá, en ese aspecto, las cosas funcionan. La ciudad no sólo te acepta, te respeta y te integra, sino que generalmente es amigable. Y eso se siente en el aire.
A riesgo de hundirme en la ignorancia que implica cualquier generalización, hablaré en ese registro. Ustedes sabrán entender que hablo en términos generales, sociológicamente relevantes. Me encantan las chicas de Barcelona. Toda la actitud, la personalidad, la accesibilidad, la mentalidad abierta, el estilo. Las porteñas, por ejemplo, suelen ser más lindas (es difícil superar ese parámetro), pero es el único round que ganan en este combate inexistente.
La Mercé, incluso más de lo que esperaba, fue puro delirio que no pegó un ojo en cinco días. Un paso en cualquier dirección era toparse con algo, un escenario, un espacio cultural o artístico, multitudes itinerantes. Nunca llegué a mi casa antes de las seis de la mañana. Una alegría casi, casi insoportable, que vagaba entre una fusión o alternancia de porros, música en vivo, conversaciones, cervezas y libertinajes. Los Castellers, torres humanas formadas por hasta ocho grupos de tres o cuatro personas, unas encima de otras, temblorosas, la concentración imperturbable. El Correfoc, caravana inacabable de cientos de catalanes vestidos de diablos, dragones, murgas, colmando las calles del barrio gótico, inundando de chispas el espacio público, el público, la historia. El Piromusical, multitudinario espectáculo de fuentes danzantes de colores, soundtracks de películas, infinitos fuegos artificiales que dibujaban en la noche medusas escarlatas, cataratas de hielo dorado, pelucas de rulos azules que le hacían un guiño a Celia Cruz, que en paz descanse y dios la tenga en su gloria. La Mercé fue tener el privilegio exclusivo de poder tocar la Reactable, gran mesa redonda conectada a una laptop, sobre la cual se colocan, mueven y giran, al antojo del usuario, objetos que varían su función según su forma geométrica, para inventar una variedad inagotable de sonidos, instrumento anárquico y autodidáctico, último gran invento musical, creado en la Universidad Pompeu Fabra. La Mercé fue caminar durante todo el día de un lado a otro de la ciudad con total libertad, como un fin en sí mismo, siempre en grupos. La Mercé fue pasar una madrugada sentado frente al puerto, primera fila ante una coreografía ininterrumpida, espástica, irrepetible de pececitos rojirosados en agua turquesa radioactiva, rodeado de lesbianas ecologistas y yanquis que de a poco tallan fisuras en su burbuja. La Mercé fue reírme hasta agotar mi fuerza abdominal porque, mientras andábamos sin rumbo por La Rambla, a un amigo de Alaska, un poco ñoño y conservador y etnocentrista, un travesti dominicano le agarró la verga mientras le decía “hola bebé” con voz de albañil caribeño. La Mercé fue la máxima expresión de algo que, de todos modos, sucede en Barcelona con mucha frecuencia pero con menor intensidad: la felicidad irreprimible y casi obsesiva de mucha gente, simplemente por estar en donde están y ver lo que ven y vivir lo que viven, y la apropiación del espacio público en su sentido más pleno, parques, plazas y calles a reventar de personas que disfrutan de mil maneras y no parecen irse a su casa nunca. La calle es un fin, insisto, y no un medio, y es de la gente.
Me gusta Barcelona por las circunstancias, las situaciones que crea. Porque mete en una licuadora imágenes y momentos y sonidos y personas y siempre, siempre arma un cocktail único y delicioso. Me gusta Barcelona por el Mediterráneo, porque nunca la tonalidad de un mar me había atrapado con semejante intensidad.
Profunda madrugada catalá y yo en McDonalds, viendo comer a un grupo de yanquis, entre los cuales estaba mi primo, que unos días atrás había insistido en que el inglés tiene más palabras que el español, que es un idioma más rico, que lo que allá necesita una palabra acá necesita una frase. Últimamente paso mucho tiempo con yanquis. Con pocos, porque el resto de los que he conocido son más bien demasiado yanquis, ustedes me sabrán entender. Esa madrugada, sin embargo, eran como seis. Y todos comían, menos yo. Y era tan tarde, y tanto cansancio. En un punto la imagen me pareció un emblema de decadencia, y sin embargo todo cerraba, situación redondita, un grupete de gringos engullendo su propia comida plástica a lo cerdo, encerrados en su cápsula de arquitos dorados, ruidos guturales y manchas de kétchup en la punta de la nariz. El silencio lo quebré cuando no aguante más y dije “buen provecho”. Nadie contestó. Ni siquiera levantaron sus cabezas. Mirando a mi primo, continué, “ustedes no tienen una expresión para ‘buen provecho’, malditos maleducados”. Sus ojos saltaron y tartamudeó mis últimas dos palabras, ofendidísimo. Y ahí rematé, “y tampoco tienen una palabra para ‘maleducados’”.
Desde hace tres semanas no duermo más de seis horas por día.
Averigüé acerca de la posibilidad de estudiar acá. El perfil y los contenidos de mi carrera, en mi universidad, son casi únicos en el mundo, de manera que estos temas tienden a no ser sencillos. Ya veré cuántas medias tendré que chupar en la UBA para acceder a una beca o algo por el estilo.
Quien me conozca más que un poco, o quizá ni tanto, sabe que, si no desde siempre, aunque sea desde hace mucho, tiendo a tener más amigas que amigos. Desnivel desproporcionado. Me cuesta construir relaciones sólidas y duraderas con chicos. Y de pronto paf, se da vuelta la milanesa y me sorprendo cuando veo que acá he logrado pasar mucho, pero mucho tiempo (y muy divertido) con un par de individuos con poronga.
Ya vi dos paredes con el mismo grafitti: apagá la televisión. Lee un poema.
Mis días, desde hace un par de semanas, los dedico plenamente a buscar trabajo. Lo que sea, donde sea, paguen lo que paguen. Estoy acá desde hace mucho, y hace unos días fijé plazo de una semana para encontrar algo o, muy a mi pesar, irme a probar suerte a otro rumbo, seguramente Madrid. Madrid estaría bien, tengo ganas de conocerla, pero me duele irme de Barcelona. Me pasan cosas muy fuertes con esta ciudad, me impacta día tras día, ya tengo algunos conocidos, salgo cuatro o cinco noches por semana, exprimo el pavimento. He saltado de entrevista en entrevista, entrar en detalles sería tedioso. Todo lo que se consigue es una mierda, pero no tengo otra opción que bajar la cabeza y aceptar alguna ocupación fea, extensa y mal remunerada. Eso hice ayer. El martes comienzo trabajar. Lo que haré es parecido a lo que venía negándome, e incluso similar a lo que ya renuncié, pero la gran diferencia es que estos tipos te ofrecen lo único que en este momento necesito: un sueldo fijo. De lunes a viernes, de nueve a diecinueve, me moveré dentro de universidades como un infiltrado, tratando de captar (estoy comenzando a odiar ese verbo) estudiantes para que abran una cuenta para el Banco Santander. Es detestable, y es el trabajo peor pago que he visto o escuchado desde que estoy en España. Sé que este mes perderé dinero, que probablemente esté sacrificando una semana de viaje por Europa a cambio de vivir un mes más en Barcelona, pero la verdad es que nunca estuve tan a gusto en un lugar y no me da la gana de irme ahora.
Ya veré cuándo, cómo, con quién, por cuánto tiempo: quiero y voy a vivir en Barcelona.