En Venecia comprè una barra de pana a la maniana y la fui desperdigando por el suelo de la ciudad durante todo el dìa. En un momento, los punios cerrados abarrotados de pequenios trocitos, me detuve. Frente a los gòndolas del gran canal me plantè, a la espera de alguna paloma que percibiera el anzuelo. No tardò mucho en llegar la primera; arrojè unos pedacitos y màs palomas aterrizaron alrededor. Mientras las alimentaba, una se posò sobre mi hombro y otra, recièn llegada y aùn sin tocar el suelo, ùnica distinta por su blancura, comenzò a volar en cìrculos rodeando mi cabeza. Yo giraba sobre mi propio eje tratando de no perderle el rastro en ningùn momento. Asì estuvimos un rato mientras el resto, que a esta altura era casi un pueblito, seguìa picoteando migas ante un grupete de turistas que se habìa parado a observar la escena. Ya entrada la noche, sòlo entonces, probè un pedazo, el ùltimo pedacito de pan. Entonces presentì que, en ese momento, bajo algùn puente estarìan todas ellas reunidas, tramando la gran venganza.
En Venecia viven cada vez menos jòvenes y no vi ni una mujer embarazada. En Venecia la gente me pareciò màs bien antipàtica y poco servicial. En Venecia muchas calles tienen dos nombres y el disenio urbano es un laberinto borgeano que te lleva a caminar una hora en linea recta para volver a caer en el mismo sitio. Nunca haber entendido la geografìa de la ciudad fue parte sustancial de su atractivo.
Si alguna vez vienen, no paguen el vaporetto, nadie revisa tickets.
A Venecia le sobran màscaras y le faltan banios gratuitos.
Pura casualidad fue que, cuando lleguè, faltaban diez dìas para que termine la Bienal, el màs importante de los eventos artìsticos. No fui con la intenciòn de ver arte, no me interesaba, pero aprovechè para ver algunas cosas, nunca predeterminadas, simplemente dejando que el azar y mis pasos, perdòn por la redundancia, marquen las paradas. Lo que màs me gustò de lo que vi fue, sin duda, una larga serie de pinturas de Botero, que se llamaba "Gente del circo".
Cada vez que lei tabacchi pensè en Tabucchi y cada vez que entrè a un lugar me dijeron "ciao" y yo, en efecto, me fui.
En Venecia hay un aire gris que borra la linea del horizonte.
Venecia es un puente que desemboca en una època de cosmovisiòn clerical y mercaderes de especias en barquitos.
En Venecia no se escuchan ruidos de autos, si no màs bien un bullicio nebuloso, un pastiche de lenguas, y el rozar de la tela de la ropa contra la tela de la ropa.
Ciudad en la que entre puentes y canales bailan escurridizas las ratas su danza nocturna y unos pasos alejados emanan un eco que los agranda, los potencia y los aìsla.
Una noche lleguè a mi habitaciòn, despuès de caminar todo el dìa, y no tardè mucho en darme cuenta de que algo me faltaba: mi cuaderno. Comencè a revolver lugares en los que sabìa que no lo encontrarìa. Enloquecì y empecè a insultarme a gritos. La puerta estaba abierta y la gente se asomaba. Alguien susurrò "debe ser argentino". Bajè tres pisos a los saltos y comencè a correr por Venecia, ciudad en la que nadie corre nunca, sin saber adònde ir. Mientras, seguìa gritàndome insultos, sòlo interrumpidos para aullarle a la gente que saliera de mi camino. Entonces recordè: un par de horas atràs, quise salir en una de mis fotos. En la baranda de un puente apoyè mi càmara y puse el autodisparador. La imagen quedaba muy baja, asì que resolvì elevarla con lo primero que tenìa a mano: sobre la abranda puse mi cuaderno, y sobre èste la càmara. Bombillo encendido: mi cuaderno quedò sobre la baranda de un puente de Venecia. Claro, decir un puente de Venecia es como decir un judìo de Once. La pregunta era còomo mierda iba a reconstruir mi itinerario, improvisado e incoherente. Mientras corrìa, intentaba recordar. Mientras corrìa intentaba prender un cigarrillo, no romperme la rodilla bajando escaleras, elaborar un argumento que explicara mi situaciòn a un policìa en un italiano comprensible, acordarme de todas las cosas que habìa anotado en ese cuaderno. Mi instinto o mi memoria me pellizcaron al pasar por una calle con tres puentes. Y ahì, en el màs lejano, en la posiciòn exacta en que lo habìa dejado, ahì estaba: el cuaderno lleno de telèfonos, mails, datos, ideas, cuentos, una carta larga a punto de terminar y este humilde texto.
En Venecia vi pasar por debajo de un puente una gòndola sin remos y me pareciò que intentaba asomarse, aplstada entre un bufòn y un arlequìn, verde y temblorosa, la mano de Peròn. Yo dirìa que estaba un poco triste.
miércoles, 25 de noviembre de 2009
miércoles, 18 de noviembre de 2009
18/11/09
No tengo mas que un minuto para tipear en este teclado sin acentos, porque un italiano atras mio no para de repetirme que necesita la compu para trabajar.
Solo queria decirles que finalmente mi viaje se adelanto, y hoy llegue aVenecia. A partir de aca, sin trabajo, solo viaje.
Mi compu, claro esta, la deje en Barcelona. Ire colgando cosas al ritmo que pueda.
Muack!
Solo queria decirles que finalmente mi viaje se adelanto, y hoy llegue aVenecia. A partir de aca, sin trabajo, solo viaje.
Mi compu, claro esta, la deje en Barcelona. Ire colgando cosas al ritmo que pueda.
Muack!
miércoles, 4 de noviembre de 2009
Barcelona, 4/11/09
Me parece justo decir que, a esta altura, el trabajo va bien. Ya tengo asumidísimo mi salario miserable, las diez horas diarias y, sobre todo, mi pleno rechazo moral e ideológico a lo que hago. Recuerdo que, hace unos años, Demián y yo decíamos que algún día tendríamos que vender nuestros ideales, abrir el culo. Así de crudo y de patético. Y de frustrante. Y de romántico y no romántico al mismo tiempo. Y que era inevitable, decíamos.
Hoy, estoy convencido de que no es así. Sin embargo, a veces es muy difícil evitarlo, y yo no pude. Lo bueno, sin embargo, es que no sólo lo internalicé, también me río un poco de eso, y del desplome de alguna vieja ilusión romántica de que “las ideas no se venden”. Fue lo único que encontré, y mal que mal es lo que me paga techo y comida. Y además, no trabajo fines de semana y voy vestido como me da la gana. Y me llevo muy bien con mi compañera de trabajo, y en líneas generales con mis jefes. Aparte, constantemente escamoteamos (como diría el pequeño gigante Pablito Alabarces, en el sentido más Decertauniano de la palabra): tomamos un café, leemos, vamos a internet, nos sentamos a hacer nada, nos fumamos un cigarro, un porro, nos tomamos una birra con su halls extra fuerte consecutivo. En horario laboral. En nuestro trabajo nadie nos vigila y, como saben que es un trabajo de mierda, no te exigen demasiado. Son unas cuantas horas, sí, pero no trabajo mucho. Además, conozco mucha gente (como en casi todas las actividades que he hecho en esta ciudad) y aprendo un poco acerca del funcionamiento de las universidades públicas en Barcelona. Se me ocurre algo en este momento, sin pensarlo mucho: Borges. Es rarísimo que se me ocurra Borges. El destino latinoamericano. ¿O era sudamericano? Creo que sí. Ese destino paradójico, decía el anciano ciego. ¿Y no es una paradoja terminar trabajando para el banco que hace algunos años demolió, literalmente, a la Belle Epoque?
Aún sin explicaciones a la vista, hoy descubrí que, teniendo en cuenta mi arrasadora inutilidad respecto a todo el espacio que circunscribe la cocina, lavar los platos es algo que no sólo puedo y sé hacer, sino que, además, me gusta.
Creo que ha llegado la hora de describir a mis compañeros de departamento. Son cinco y cada día tengo una relación más estrecha con ellos. Cada día convivimos más.
Juan es español, tiene cuarentaiún años y una hija que vive generalmente en un pueblito junto a la frontera con Francia, adonde él la tiene que ir a buscar, urgente, cada vez que la nena está en la escuela y se enferma. Eso pasa con cierta frecuencia. Y son como trescientos kilómetros. Juan trabaja, desde hace quince años, en un centro para consumo y rehabilitación, de la línea de reducción de daños. Como es de suponerse, el presupuesto que les asignan es una miseria y los vecinos (sí, acá también existen, aunque no votan a minusválidos para mostrarse compasivos y solidarios y tolerantes y democráticos e incluyentes y buenos samaritanos pipí cucú sonrisita) los odian. Juan, entonces, conoce y relata la historia, las anécdotas viscerales, la montaña rusa de las drogas que han circulado y se han consumido en esta ciudad en los últimos quince años. Vivido desde adentro. Juan tiene la mano peluda y le encanta hablar, incluso sin haberse metido unos pases antes. Juan pasa poco tiempo en casa, o será que tenemos horarios un poco cruzados. Juan se tropieza con todos los muebles de la casa y aparentemente hace mucho ruido cuando caga.
Mateo viene de un pueblito en el sur de Italia, cerca de Lecce. Trabaja en una heladería. Mateo es genuina, conmovedoramente bueno, inocente e indeciso. Sobre todo bueno. Todo el tiempo da:
da comida y haschís y cerveza y tiempo y servicios y se encarga de todo, siempre. A Mateo no le gusta recibir, y se adhiere a su gusto como un moco a un espejo. Mateo se ríe mucho y hace que Gandhi parezca Mr. Hyde. Aparte de eso, es divertido y buen cocinero. Mateo dice todo el tiempo “mamma mía”. Mateo inspira mucha ternura. Mateo vende hash de vez en cuando, y gracias a él nunca falta para fumar en casa. Nunca.
Samu y Elena son pareja. Ella es de Barcelona, él de un pueblito junto a Florencia. Me cuesta describirlos. Me caen muy bien. Samu es camarero y Elena trabaja de vendedora en una tienda de algo. Samu vivió un tiempo en la calle, en un viaje. Elena tiene un razonamiento agudo, argumentos pulidos, claridad de debate. Cuando estoy con ellos me acomodo, me relajo. Samu y yo abrimos los ojos grandes cuando reconocimos en el otro un hermano anarquista. Ja. Con los pocos que somos. Elena quiere ser mamá. Lo quiere ya, pero no es el momento. Samu y Elena son lindos, frescos, libres y abiertos como tanta gente que conocí en esta ciudad.
Con Luis, que es chileno, está todo bien. Hace un rato, descubrí que es cocainómano. Tenía pensado hablar de él como alguien raro, inestable. Alguien que interrumpe conversaciones con frases desubicadas o irrelevantes. Luis como el único que no fuma en la casa, y gracias al cual no podemos hacer tan necesaria actividad en donde nos dé la puta gana. Luis, sin embargo, como alguien con quien puedo tener, y tengo, conversaciones, digamos, sostenibles, por no decir normales, palabra que odio pero que quizá es aplicable en este caso. Incluso hemos tenido conversaciones divertidas. Es más, ha tenido algunos buenos gestos conmigo. Pero Luis, sobre todo, como alguien que no me cierra, que nunca me cerró. Esa es la mejor definición. Hasta que, retomo, por fin se resolvió el enigma: es cocainómano. El problema no es ese, en absoluto, no tengo nada en contra de lo que hacen. No juzgo. No sería la primera vez que tengo conocidos o
amigos periqueros. El problema es que es un cocainómano feo, perdido, alterado, paranoico. Es un cocainómano de mierda, ese es el problema.
Es lindo llegar a casa, y hace mucho que no sentía eso. Escuchar sus vidas, sus viajes, su moral y sus dudas, lo que viajaron, viajan y seguirán viajando.
Debo admitir que un par de veces, fumando en el balcón, los ojos asomados hacia abajo, tuve que retroceder dos o tres pasos. Barcelona me traga.
Hace poco conocí a Luis, un chico portugués, el novio de mi compañera de trabajo. Nos juntamos cada tanto, tomamos unas birras, comemos algo, fumamos un poco. Luís me abrió la puerta de un lugar del que yo conocía poco y nada acerca de su vida, su gente, sus costumbres. Me tiró algo de información inesperada: Portugal es un país de derecha (eso era lo único que yo sabía), profundamente clásico y conservador, ininterrumpidamente religioso, que imparte una educación reaccionaria sin fisuras, que hincha el pecho de sus ciudadanos, incluso de los más progres, cuando hablan de las colonias portuguesas, los grandes descubridores benefactores magnánimos y filántropos de una porción mundial considerable. Una culpa que incluso en España está mucho más asumida.
Hoy, estoy convencido de que no es así. Sin embargo, a veces es muy difícil evitarlo, y yo no pude. Lo bueno, sin embargo, es que no sólo lo internalicé, también me río un poco de eso, y del desplome de alguna vieja ilusión romántica de que “las ideas no se venden”. Fue lo único que encontré, y mal que mal es lo que me paga techo y comida. Y además, no trabajo fines de semana y voy vestido como me da la gana. Y me llevo muy bien con mi compañera de trabajo, y en líneas generales con mis jefes. Aparte, constantemente escamoteamos (como diría el pequeño gigante Pablito Alabarces, en el sentido más Decertauniano de la palabra): tomamos un café, leemos, vamos a internet, nos sentamos a hacer nada, nos fumamos un cigarro, un porro, nos tomamos una birra con su halls extra fuerte consecutivo. En horario laboral. En nuestro trabajo nadie nos vigila y, como saben que es un trabajo de mierda, no te exigen demasiado. Son unas cuantas horas, sí, pero no trabajo mucho. Además, conozco mucha gente (como en casi todas las actividades que he hecho en esta ciudad) y aprendo un poco acerca del funcionamiento de las universidades públicas en Barcelona. Se me ocurre algo en este momento, sin pensarlo mucho: Borges. Es rarísimo que se me ocurra Borges. El destino latinoamericano. ¿O era sudamericano? Creo que sí. Ese destino paradójico, decía el anciano ciego. ¿Y no es una paradoja terminar trabajando para el banco que hace algunos años demolió, literalmente, a la Belle Epoque?
Aún sin explicaciones a la vista, hoy descubrí que, teniendo en cuenta mi arrasadora inutilidad respecto a todo el espacio que circunscribe la cocina, lavar los platos es algo que no sólo puedo y sé hacer, sino que, además, me gusta.
Creo que ha llegado la hora de describir a mis compañeros de departamento. Son cinco y cada día tengo una relación más estrecha con ellos. Cada día convivimos más.
Juan es español, tiene cuarentaiún años y una hija que vive generalmente en un pueblito junto a la frontera con Francia, adonde él la tiene que ir a buscar, urgente, cada vez que la nena está en la escuela y se enferma. Eso pasa con cierta frecuencia. Y son como trescientos kilómetros. Juan trabaja, desde hace quince años, en un centro para consumo y rehabilitación, de la línea de reducción de daños. Como es de suponerse, el presupuesto que les asignan es una miseria y los vecinos (sí, acá también existen, aunque no votan a minusválidos para mostrarse compasivos y solidarios y tolerantes y democráticos e incluyentes y buenos samaritanos pipí cucú sonrisita) los odian. Juan, entonces, conoce y relata la historia, las anécdotas viscerales, la montaña rusa de las drogas que han circulado y se han consumido en esta ciudad en los últimos quince años. Vivido desde adentro. Juan tiene la mano peluda y le encanta hablar, incluso sin haberse metido unos pases antes. Juan pasa poco tiempo en casa, o será que tenemos horarios un poco cruzados. Juan se tropieza con todos los muebles de la casa y aparentemente hace mucho ruido cuando caga.
Mateo viene de un pueblito en el sur de Italia, cerca de Lecce. Trabaja en una heladería. Mateo es genuina, conmovedoramente bueno, inocente e indeciso. Sobre todo bueno. Todo el tiempo da:
Samu y Elena son pareja. Ella es de Barcelona, él de un pueblito junto a Florencia. Me cuesta describirlos. Me caen muy bien. Samu es camarero y Elena trabaja de vendedora en una tienda de algo. Samu vivió un tiempo en la calle, en un viaje. Elena tiene un razonamiento agudo, argumentos pulidos, claridad de debate. Cuando estoy con ellos me acomodo, me relajo. Samu y yo abrimos los ojos grandes cuando reconocimos en el otro un hermano anarquista. Ja. Con los pocos que somos. Elena quiere ser mamá. Lo quiere ya, pero no es el momento. Samu y Elena son lindos, frescos, libres y abiertos como tanta gente que conocí en esta ciudad.
Con Luis, que es chileno, está todo bien. Hace un rato, descubrí que es cocainómano. Tenía pensado hablar de él como alguien raro, inestable. Alguien que interrumpe conversaciones con frases desubicadas o irrelevantes. Luis como el único que no fuma en la casa, y gracias al cual no podemos hacer tan necesaria actividad en donde nos dé la puta gana. Luis, sin embargo, como alguien con quien puedo tener, y tengo, conversaciones, digamos, sostenibles, por no decir normales, palabra que odio pero que quizá es aplicable en este caso. Incluso hemos tenido conversaciones divertidas. Es más, ha tenido algunos buenos gestos conmigo. Pero Luis, sobre todo, como alguien que no me cierra, que nunca me cerró. Esa es la mejor definición. Hasta que, retomo, por fin se resolvió el enigma: es cocainómano. El problema no es ese, en absoluto, no tengo nada en contra de lo que hacen. No juzgo. No sería la primera vez que tengo conocidos o
Es lindo llegar a casa, y hace mucho que no sentía eso. Escuchar sus vidas, sus viajes, su moral y sus dudas, lo que viajaron, viajan y seguirán viajando.
Debo admitir que un par de veces, fumando en el balcón, los ojos asomados hacia abajo, tuve que retroceder dos o tres pasos. Barcelona me traga.
Hace poco conocí a Luis, un chico portugués, el novio de mi compañera de trabajo. Nos juntamos cada tanto, tomamos unas birras, comemos algo, fumamos un poco. Luís me abrió la puerta de un lugar del que yo conocía poco y nada acerca de su vida, su gente, sus costumbres. Me tiró algo de información inesperada: Portugal es un país de derecha (eso era lo único que yo sabía), profundamente clásico y conservador, ininterrumpidamente religioso, que imparte una educación reaccionaria sin fisuras, que hincha el pecho de sus ciudadanos, incluso de los más progres, cuando hablan de las colonias portuguesas, los grandes descubridores benefactores magnánimos y filántropos de una porción mundial considerable. Una culpa que incluso en España está mucho más asumida.
Hace unas semanas fui con Samu y Mateo a ver un partido de la Champions en el Camp Nou. Jugaba el Barca contra un equipo ruso que nadie conocía, como suele suceder con los equipos rusos. La menor de nuestras apuestas era que ganaba el local por tres goles, no menos de eso. La última vez que los azulgranas perdieron en su cancha fue hace dos años. El partido no fue bueno, y el Barca, honestamente, no jugó a nada. Messi ni la tocó. Los rusos metieron un golazo en el primer minuto de partido, y terminaron ganando dos a uno. A diferencia del resto de los aficionados, yo no tenía cara larga. Me gustó que ganaran los rusos, lo disfruté. Hasta grité los dos goles. En Argentina, por menos de eso te linchan. Pero acá no pasa nada. Y cuando digo nada no me refiero solo a eso, me refiero a la nada misma: acá la gente no grita, no canta, no salta, no despliega banderas. La barrabrava del Barca son cuatro gatos locos, y el resto de la gente es tan seria, tan solemne, tan caballeros,tan infinitamente amarga que parece cualquier cosa menos un partido de futbol. Supongo que en toda Europa será así. En realidad grité los tres goles. Yo sólo quería ver buen futbol.
En Barce
lona hay una esquina de aires viejos y paredes de piedra con fachadas triangulares. Una esquina de cafecitos, rumba de Barcelona y chicas francesas. Una esquina sepia coloreada con grafittis psicodélicos y alegóricos, una esquina de árboles desnudos y murallas antiguas que aquí y ahora, presente fantasmal y débil de esta servilleta tan fina como el aire que pretende secuestrarla, se difuminan en un claroscuro de luces de faroles y de velas. En Barcelona hay una esquina donde una chica se enamoró de mí, la misma esquina en la que en este momento se aleja un rasgueo y una voz que se desvanece después de cantar “And all the roads we have to walk are winding” y una lágrima de felicidad me ahorra la tina del punto final.
Leo Clarín todos los días. Me preocupa y me causa repulsión todo el tema de la Ley de Medios. Desde este pequeño espacio, quisiera dedicar un breve paréntesis para el proselitismo: sí a la Ley de Medios. No me gusta Cristina, no me gusta Kirchner. Esta ley tiene varios puntos criticables, que espero en un futuro puedan modificarse o al menos debatirse. Pero, aún así, es mejor que la mierda facha que tenemos, y mejor que lo que pretenden perpetuar Clarín, Macri y ya conocen los etcéteras.
Lees una novela de, digamos, unas trescientas páginas. Resulta que en todo el libro no hay ni una sola letra “u”. Si no supieras esto mientras lo lees, ¿te darías cuenta?, ¿notarías trescientas páginas sin una “u”?, ¿sentirías que falta algo?
Ahora, ya no sé, horas, días antes o después de lo anterior y de lo que sigue, acabo de soñar despierto. Me gusta el mundo de los sueños, pero nunca recuerdo los míos. Nunca. Recuerdo un sueño cada año y medio, o dos (años, no sueños). Y recién soñé, sentado frente a una mesita de un café, en la esquina que escribí hace un rato, soñé que en las tres sillas vacías de mi mesa en la esquina estaban sentadas tres personas que conocí escribiendo y que de repente se materializaron y que sé que, en algún momento y por alguna circunstancia del azar, como todo, leerán estas líneas y quizá sepan que estas líneas van dirigidos a ellos, y que evidentemente algo me pasa con ustedes si los sueño despierto. Así de adentro los llevo, joder. Lo que hablábamos fue una secuencia paralela, una película instantánea que luego de finalizar comenzó a erosionar
se en mi memoria hasta tal punto que a esta altura todo este tema no tiene sentido ni posibilidad de reconstrucción.
El sábado pasado me desperté dos horas más tarde de lo que pretendía, pero igual fui a Girona. Dormí la mayor parte de la hora y media en tren. No tenía para nada claro con qué me iba a encontrar. Girona es una de esas ciudades a las que vas porque dos o tres o cuatro personas te dijeron que vale la pena, y queda cerca, y viajar siempre es lindo. En fin, que había escuchado algo de un casco histórico, y no mucho más. Todo lo que encontré ahí superó mis expectativas, al punto de no dudar en afirmar que es el lugar más lindo que he conocido en Europa, con la excepción de Barna, claro. Las Iglesias, el barrio judío de hace quinientos años, los jardines, los senderos montañosos entre árboles tan imponentes como las murallas romanas que los rodean, el suelo tapizado de hojas amarillas, las fachadas multicolores junto al río, el fondo de cimas y puentes y nubes. Todo eso, y lo que me falta, todo lo que no describo bien, porque soy incapaz o porque en este momento no tengo ganas (eso es cierto, en este momento no tengo ganas de escribir, pero tampoco es excusa), todo eso es preferible verlo en fotos, tantísimo mejor que estas palabras comunes y descartables. Para eso, a quien interese, lo reenvío a mi facebook. Excepto a vos, que no tenés. Esa noche dormí (eso intenté, en realidad) en un banco. Ni siquiera en una plaza, si no en un banco de una calle muy concurrida. Y hacía mucho frío. Y en sandalias. Y tan duro el banquito. Y algunos niñatos borrachos que pasaban y me gritaban algo, intentaban asustarme. Hasta que a las seis y media decidí levantarme, combatir la modorra, la desubicación, el sueño y el frío, y empezar a vagar por la ciudad buscando un lugar donde tomar algo caliente. Una hora tardé en encontrarlo, y ahí me interné, me instalé hasta las diez y media de la mañana en una burbuja de Bolaño y café con leche, y a esa hora me tomé un tren hasta Figueras. Había quedado en encontrarme ahí con unos amigos. Unas pocas vueltas por la ciudad con una docente australiana que conocimos en la estación, un porro y el museo. Eso era todo, por eso habíamos ido: el Museo de Dalí, diseñado por él. De Figueras no vimos nada, La Rambla y dos manzanas más. Toda la tarde estuvimos en el museo. Y pienso lo mismo que hace un rato: vean las fotos, si les interesa. Sean buenas o malas, feas o lindas, van a expresar mejor mi idea que lo que puedo escribir ahora. Sí puedo decir que, si quiero ser claro, breve,
honesto, sensacionalista y absoluto, es el mejor museo en el que he estado en mi vida. Yupi.
Mi vida en Barcelona no tiene peros sustanciales. Y creo que eso es un poco la felicidad.
Creo que voy a cerrar. La primera letra de este texto creo que fue escrita hace varias semanas. Siempre en distintos lugares, fechas, contextos, ruidos, tintas y formatos. Como casi todo lo que he escrito en este pedazo del mundo, y lo que seguiré escribiendo. Supongo que es por eso que todo parece un poco desmembrado.
En Barce
Leo Clarín todos los días. Me preocupa y me causa repulsión todo el tema de la Ley de Medios. Desde este pequeño espacio, quisiera dedicar un breve paréntesis para el proselitismo: sí a la Ley de Medios. No me gusta Cristina, no me gusta Kirchner. Esta ley tiene varios puntos criticables, que espero en un futuro puedan modificarse o al menos debatirse. Pero, aún así, es mejor que la mierda facha que tenemos, y mejor que lo que pretenden perpetuar Clarín, Macri y ya conocen los etcéteras.
Lees una novela de, digamos, unas trescientas páginas. Resulta que en todo el libro no hay ni una sola letra “u”. Si no supieras esto mientras lo lees, ¿te darías cuenta?, ¿notarías trescientas páginas sin una “u”?, ¿sentirías que falta algo?
Ahora, ya no sé, horas, días antes o después de lo anterior y de lo que sigue, acabo de soñar despierto. Me gusta el mundo de los sueños, pero nunca recuerdo los míos. Nunca. Recuerdo un sueño cada año y medio, o dos (años, no sueños). Y recién soñé, sentado frente a una mesita de un café, en la esquina que escribí hace un rato, soñé que en las tres sillas vacías de mi mesa en la esquina estaban sentadas tres personas que conocí escribiendo y que de repente se materializaron y que sé que, en algún momento y por alguna circunstancia del azar, como todo, leerán estas líneas y quizá sepan que estas líneas van dirigidos a ellos, y que evidentemente algo me pasa con ustedes si los sueño despierto. Así de adentro los llevo, joder. Lo que hablábamos fue una secuencia paralela, una película instantánea que luego de finalizar comenzó a erosionar
El sábado pasado me desperté dos horas más tarde de lo que pretendía, pero igual fui a Girona. Dormí la mayor parte de la hora y media en tren. No tenía para nada claro con qué me iba a encontrar. Girona es una de esas ciudades a las que vas porque dos o tres o cuatro personas te dijeron que vale la pena, y queda cerca, y viajar siempre es lindo. En fin, que había escuchado algo de un casco histórico, y no mucho más. Todo lo que encontré ahí superó mis expectativas, al punto de no dudar en afirmar que es el lugar más lindo que he conocido en Europa, con la excepción de Barna, claro. Las Iglesias, el barrio judío de hace quinientos años, los jardines, los senderos montañosos entre árboles tan imponentes como las murallas romanas que los rodean, el suelo tapizado de hojas amarillas, las fachadas multicolores junto al río, el fondo de cimas y puentes y nubes. Todo eso, y lo que me falta, todo lo que no describo bien, porque soy incapaz o porque en este momento no tengo ganas (eso es cierto, en este momento no tengo ganas de escribir, pero tampoco es excusa), todo eso es preferible verlo en fotos, tantísimo mejor que estas palabras comunes y descartables. Para eso, a quien interese, lo reenvío a mi facebook. Excepto a vos, que no tenés. Esa noche dormí (eso intenté, en realidad) en un banco. Ni siquiera en una plaza, si no en un banco de una calle muy concurrida. Y hacía mucho frío. Y en sandalias. Y tan duro el banquito. Y algunos niñatos borrachos que pasaban y me gritaban algo, intentaban asustarme. Hasta que a las seis y media decidí levantarme, combatir la modorra, la desubicación, el sueño y el frío, y empezar a vagar por la ciudad buscando un lugar donde tomar algo caliente. Una hora tardé en encontrarlo, y ahí me interné, me instalé hasta las diez y media de la mañana en una burbuja de Bolaño y café con leche, y a esa hora me tomé un tren hasta Figueras. Había quedado en encontrarme ahí con unos amigos. Unas pocas vueltas por la ciudad con una docente australiana que conocimos en la estación, un porro y el museo. Eso era todo, por eso habíamos ido: el Museo de Dalí, diseñado por él. De Figueras no vimos nada, La Rambla y dos manzanas más. Toda la tarde estuvimos en el museo. Y pienso lo mismo que hace un rato: vean las fotos, si les interesa. Sean buenas o malas, feas o lindas, van a expresar mejor mi idea que lo que puedo escribir ahora. Sí puedo decir que, si quiero ser claro, breve,
Mi vida en Barcelona no tiene peros sustanciales. Y creo que eso es un poco la felicidad.
Creo que voy a cerrar. La primera letra de este texto creo que fue escrita hace varias semanas. Siempre en distintos lugares, fechas, contextos, ruidos, tintas y formatos. Como casi todo lo que he escrito en este pedazo del mundo, y lo que seguiré escribiendo. Supongo que es por eso que todo parece un poco desmembrado.
lunes, 2 de noviembre de 2009
Barcelona, 2/09/09
Si ustedes supieran, queridísimos. Hace semanas que pienso: hoy publico algo. Semanas. Y no hay tiempo nunca, hay tan poco tiempo para escribir y tantas cosas para contar. Y se confunden y se olvidan. Y cuando te sentás no sabés por dónde empezar. Cuando empezás, no sabés por donde seguir. Cuando terminás, te das cuenta las cosas que faltan. Cuando lo tenés con moñito y listo para la entega, justo ese dia resulta que.
Hoy no será el día. Será pronto, lo prometo. En estos días, esta semana con toda seguridad.
Sean felices (o mueran en el intento).
Hoy no será el día. Será pronto, lo prometo. En estos días, esta semana con toda seguridad.
Sean felices (o mueran en el intento).
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