jueves, 30 de julio de 2009

miércoles, 29/07/09, Inca








Entre vuelta y vuelta hoy descubrí una estación de tren. Ingresé y elegí un destino al azar. Una hora después estaba en Inca, una ciudad pequeña, repleta de moros, en el centro de la isla, mismo estilo que Palma. Es un lugar lindo, y punto. No hay mucho más que decir. Lo más rescatable del paseo fue conocer a mi nuevo grupo de amigos. Como pueden ver en las fotos, todos pertenecen a mi generación.





Tantas horas debatiendo sobre las posibles causas, las diferentes manifestaciones, los efectos nefastos del imperialismo cultural, para que al final un grupete de pre-púberes me tire toda teoría a la mierda. Como lo demuestran estos dos videos, la cuestión es al revés. ¿Quién es colonia de quién?




(Llevo cuarenta minutos intentando cargar los videos, pero no hay manera. Cuando me pueda conectar desde mi compu, los subiré. Valen la pena, prometo que se van a reir).


Ah!, por cierto, ¿vieron la bomba que hoy hizo estallar la ETA en Mallorca? Fue a 5 minutos de mi casa. Jua.

Lunes, 28/07/09, Mallorca



Primer día malo en Mallorca: estoy cansado de caminar horas y horas buscando trabajo bajo un sol que agobia y aplasta, y cansado de ver cincuenta veces por día el mismo gesto de compasión, la misma mirada de “te deseamos suerte, pero acá no hay nada”. Harto de que me digan “ya tenemos llena la plantilla” o “la cosa está jodida” o “lo que necesitamos son clientes y no empleados”. Estoy podrido de la crisis. Mi currículum está mareado de dar tantas vueltas por la ciudad y por internet. En cualquier momento va a vomitar, pobre. No tengo ganas de seguir viendo restaurantes minimalistas a luz de vela y bares (por cierto, hoy vi uno que se llama “La Belle Epoque”; dudo que sea como el de Caracas, pero no estaría de más revivir aquellas deliciosas noches en La Bele) que desbordan de risas y música, porque quiero entrar a todos, y no entro a ninguno. No entro porque no tengo con quién, y porque no puedo gastar la plata que tengo en eso, y porque después no tengo cómo volver a casa -a las diez de la noche pasa el último autobús-. Quiero amigos y trabajo (o dinero, para el caso es lo mismo).


Lo que sí tengo es plena libertad, y una isla hermosa y desconocida a mis pies. Ése es mi consuelo.

sábado, 25 de julio de 2009

Sábado 25/7/09, madrugada, Mallorca.

Efectos retrasados: hoy me llamó una amiga y recién a los quince minutos me di cuenta que era ella. Pensé que era otra. Ella no se dio cuenta, creo. Hace dos días caminaba por el costado de la ruta y un auto me venía de frente. A medida que se acercaba, noté algo raro. Me parecía que nadie lo conducía. El asiento del conductor tenía el parasol (no sé cómo se dice, es esa especie de tablita plástica que con la que se cubren los ojos cuando el sol molesta) bajo, lo cual obstaculizaba mi visión de su cara. Pero, en todo caso, ¡no había cuerpo! Solo había un copiloto, a quien vi por primera vez cuando el auto ya casi pasaba a mi lado. Él manejaba, era un auto inglés.


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Estoy sentado en un banquito frente a la Bahía de Mallorca. Van y vienen chicas con vestidos de verano, agitando suavemente sus abanicos. Mi cabeza se balancea con la lúcida modorra placentera que siempre provoca la buena marihuana. Resplandecen a mis espaldas las luces de la ciudad. La noche tiene la temperatura perfecta. Una cerveza me acompaña. El aire es dulzón. Estoy descalzo. Pasan africanos ofreciendo sombreros y collares. Pasan familias noruegas , albinos insolados y parejas gay. Suenan las velas de los barcos mecidas por el viento, y esa cadencia de velas se refleja en el agua como espermas gigantes.

miércoles, 22 de julio de 2009

Mallorca, miércoles 22/07/09

Cosa insólita: hoy a la tarde estaba sentado en el colectivo, volviendo de sacar el último trámite necesario para comenzar a buscar trabajo; iba mascando chicle y leyendo “Cae la noche tropical”, de Puig. De pronto siento que algo sólido cae sobre mi lengua. No tenía textura de goma, no era el chicle. No tenía textura plástica, no era la pelotita de mi piercing. Entonces me metí dos dedos en la boca y saqué, de mi lengua, una muela. ¡Una muela! No lo puedo creer, se me cayó una muela (un empaste, en realidad, el único que tenía). Sería glorioso despertarme mañana y descubrir un billete de diez euros bajo la almohada.

me refleja la triste mirada que miro y me mira

martes, 21 de julio de 2009

Mallorca, sábado 18/07/09





El aire de Mallorca es lento y condensado. Sus habitantes nunca saben indicar dónde para tal o cual autobús, y sólo comen pizza si son reformistas o, aunque sea, mente abierta. Vivo en una comunidad de doce o quince casitas en las afueras de Palma, donde es más nítido el piar de los pájaros que el ronroneo de los autos. Eddie, mi compañero de casa, está siempre más interesado en hablar que en escuchar. Practica todos los deportes existentes o imaginables. Es un obsesivo de la numerología, todo lo relaciona al siete. Tuvo variadísimas drogadicciones que fueron desde MDMA hasta inyectarse testosterona. Ahora, aclara jactancioso, está limpito y sólo fuma mucho porro. Es barman y encargado de un bar coqueto en el que venden Quilmes y facturas. Eddie es un tipo simpático, un buen tipo que me lleva a hacer trámites, me regala ropa y me convida ganya después del desayuno. Dice que hay que saber delegar, pero confía sólo en sí mismo (“no creo en yo-tú-él, si no en yo-yo-yo”), y dice también que tomó coca con el hijo de Lennon, y que le vendió a Jamiroquai. Ama las plantas, les reserva la entrada de la casa a una amplia variedad de ellas y el patio trasero exclusivamente a las de marihuana. En su codo tiene un tatuaje de Johnny Depp en “Pánico y locura en Las Vegas” y hace unos daiquiris de kiwi con miel que para qué les cuento. Se define como un chico índigo intuitivo solitario hiperactivo. Dice que le gustaría escribir.
En la isla, los mallorquines sucumben como minoría ante la avalancha de alemanes (turistas), senegaleses (vendedores ambulantes) y, sobre todo, argentinos (residentes). Y pensar que de antemano sentía triunfal mi huída exasperada de tanta cadencia porteña.
La catedral de Mallorca es un monstruo gótico color arena, que se impone con toda su majestuosidad de rocas y seiscientos años y se deja penetrar por la religiosísima suma de cuatro euros sin excepciones estudiantiles, periodísticas ni europeas.
Recorro el casco histórico con un estado frenético de hipermotricidad e hiperpercepción que se oculta tras una fachada de pasos tranquilos y sin rumbo que anhelan abarcarlo todo en simultáneo. Me tropiezo con cardúmenes de escandinavas que en general tienen algo de Kirsten Dunst con tres tallas más de copa mientras erro por callejones laberínticos de flores violetas y paredes amarillentas un poco agrietadas que te miran en picada y parece que se te van a venir encima en cualquier momento. En realidad busco una ferretería, pero el camino está lleno de obstáculos que me atraen como un bife al chimichurri. Y es así como termino en la Plaza Mayor, asistiendo a una danza típica de parejas sonrientes que sincronizan el ritmo de las castañas en sus manos mientras sus cuerpos acompañan el compás de una melodía que, ignorancia mediante, clasificaré de celta; es así como me dirijo con los ojos brillantes a unos molinos más bien quijotescos que luego resultan ser una pizzería; es así como me escurro en un recóndito pasaje subterráneo de antiguos negocios clausurados, al final del cual hay un letrero que muestra: “espacio diletante Casa Tomada/revista literaria Casa Tomada”. Y entonces, claro, la sonrisa cómplice que nace cuando noto que desde que llegué hay tantos puentes que conducen a JFC (Julio Florencio Cortázar, ¡Jesus Fucking Christ!): flotar sin propósito fijo, desnudar una ciudad o dejarse seducir por ella, la furgoneta hippie con la que me recogieron en el aeropuerto (que supo tener cocina y colchones e irse desde Palma hasta Roma a través de toda la Costa Brava, y entonces Los Autonautas de la Cosmopista), terminar de leer 62/Modelo para armar hace una hora y cerrar el libro con la satisfacción de haberme tragado un final que derrapa y en el que todo se va deliciosamente a la mierda. Escupo en los imbéciles que claman que las novelas de Cortázar (con la ya casi solemne, esnob excepción de Rayuela) pasan sin pena ni gloria, y omiten o desprecian los monólogos internos de Persio en Los Premios o el enigma del cuadro y la cabeza Thibaud-Piazzini en Divertimento. Mejor corto acá, porque me parece tanto más divertida la idea de jugar con esa bola de pelos que me araña la rodilla y que me inyecta su mirada felina que parece de otro mundo, como todos los gatos.






(Cuando llegué a la ferretería, por supuesto, estaba cerrada).

lunes, 20 de julio de 2009

Aeropuerto de Barajas, Madrid, 16/07/09

Deja vu: acabo de pasar frente a un bar de tapas y me detuve. Los mosaicos. Conozco esos mosaicos. Son mi único recuerdo en Madrid, Tengo una foto ahí. Mi única foto en Madrid, en Barajas: junto a mí, un señor gordo, canoso, con una copa de vino o de sidra en la mano; yo sonrío de la única manera en que sabía sonreír frente a una cámara: con la boca cerrada y los cachetes plegados, amontonados bajo los ojos. Tenía diez años y los motivos de mi viaje eran estrictamente futbolísticos. Los días previos no habían estado colmados de despedidas, de consejos. Nada de “andá adonde la vida te lleve y viví el presente con los cinco sentidos”, ni mucho menos de “espero que encuentres lo que buscás (pero primero tendría que saber qué es lo que busco; no, eso es lo menos importante; etcétera). En ese momento no había incertidumbre, ni auriculares que deslizaban “we don’t need no education”, ni ese súbito pinchazo alegre al notar un salón para fumadores cada cincuenta pasos. En aquél momento no dejaba nada atrás, no tenía la menor idea de lo que significaba un paréntesis en el tiempo o en el espacio, un salto al vacío.