viernes, 11 de septiembre de 2009

Viernes, 11/09/09, Barcelona









Advertencia: lo que lean de ahora en adelante será cero forma y puro contenido. Hay muchas cosas que decir, es inabarcable. Y poco tiempo para hacerlo. Si encima de intentar darle un mínimo de coherencia a lo que cuento, intento escribirlo “literariamente” (¿?), envejecería frente a este monitor.
Imposible narrar todo lo que pasó en esta última semana, que parece un mes. Las Ramblas diurnas con sus estatuas vivientes, sus artistas, sus vendedores de pájaros, su cosmopolitismo. Las Ramblas nocturnas con sus obesas putas nigerianas, sus proxenetas, sus innumerables vendedores de marihuana for export. Gaudí. No se puede decir nada de Gaudí, porque las palabras no sirven, van a parar directo a la basura. Innovación, originalidad, vanguardia, creación, belleza, genialidad, perfección. Palabras que caen al piso y se quiebran como copas de cristal. Gaudí une estructura y ornamento, escultura y artesanía, arte y arquitectura, naturaleza y construcción, estética y funcionalidad. Sus edificios son blandos, ligeros, sinuosos. Fachadas de ondulación ininterrumpida que imitan el movimiento de las olas. Figuras geométricas inconcebibles. La Casa Batlló, por ejemplo, es el mar hecho edificio. El mar y sus animales, sus plantas y minerales, sus formas, sus texturas y colores, sus movimientos, sus remolinos y burbujas. Hechas edificio, literalmente. Tranvías y parques de diversiones que funcionan desde hace cien años. Modernismo en su más pura expresión. La boca que se abre y despliega su incredulidad paso tras paso, dejando huellas babosas sobre el suelo. El show de las fuentes de Montjuic, esa combinación perfecta de música y colores y formas acuáticas que traslada las sensaciones hasta el límite y que en un momento me hizo llorar, no de felicidad ni de asombro, mucho menos de tristeza. De belleza lloré, por primera vez en mi vida. Era insostenible tanta belleza al mismo tiempo.
En las fuentes conocí a Anna, inglesa que vivió en Roma y Venecia y actualmente reside en París. Anna es editora de una revista odontológica y me dio su teléfono para que la llame cuando vaya a la ciudad luz. Dijo que me presentaría a sus amigas escritoras que estarán encantadas de mostrarme el “París literario”, definición que en un principio me caló como una intravenosa de endorfina y luego me pareció más bien redundante. Anna estaba con su adorable novio de Touluse, cantante tenor de ópera que no entiende de obstáculos a la hora de hacer el ridículo para animar a quienes están a su alrededor. Bailamos y cantamos y nos empapamos frente a los miles de concurrentes, entre chorros de agua anaranjada y Carmina Burana. Cuando el show de Montjuic terminó y yo ya preparaba mi despedida de enjoy the city and have a good life, ellos se anticiparon con una invitación a su hotel que más bien parecía una súplica. Es que nosotros siempre nos quedábamos en hostels, me explicaron, y por primera vez, ahora que nos graduamos y trabajamos, pudimos pagarnos un hotel y tiene la mejor vista de Barcelona que hay en toda la ciudad. Y así fue. Media hora después estábamos los tres en la terraza de un piso veinte, en un brindis ruidoso de mojitos (que no me dejaron invitarles, esa noche todo lo pagaron ellos), viendo toda la ciudad nocturna desde el cielo en trescientos sesenta grados. Inolvidable. Conocimos a unos ingleses de humor agrio, interesados sólo en su queen y su Gordon Brown. Luego nos fuimos los tres a una discoteca donde me esperaban las siete madrileñas que yo había conocido esa mañana entre chimeneas gaudineanas. A dos cuadras del lugar, la vejiga del novio de Anna no soportó tanta presión y descargó contra una pared junto a tres catalanes que hacían lo mismo. En el instante en que los locales se fueron, llegaron los invitados de siempre, maldita policía. Le cobraron setenta euros a mi amigo, se los cargaron a su tarjeta de crédito con un punto de venta que el cana tenía en el bolsillo. Eso falta implementarlo en el tercer mundo. Me metí a interceder, por supuesto, un poco de traductor y otro poco porque no soporté el mal trato que le imponían. En mi vida vi a policías tan agresivos, tan insultantes. Y me dijeron que me vaya, que me calle, que el problema era con mi amigo. Veinte minutos estuvimos enredados en una discusión in crescendo hasta llegar a lo que yo llamaría uno de los momentos más satisfactorios de mi vida: decirle a un policía “cállate la boca” en su cara, con su posterior amenaza de arrastrarme a la comisaría para que me follen los negros, y mi retruco de que no se atreva a ponerme un dedo encima, etcétera. El pobre chico, obviamente, termino sumido en un humor de mierda y al final entré a la discoteca solo.
Conocí también al recepcionista de mi hostel, un argentino desfachatado que no sabe lo que es un peine desde los ochentas y que una mañana me ofreció un mate tibio y lavado. Antes de ayudarme a cargar mi valija a la habitación, con los ojos pelados ante mi inconcebible equipaje, me dijo:
- Tenés que aprender a desapegarte de las cosas
- Lo sé, tenés razón. Esa mochila de veinte kilos sólo tiene libros
- ¿Y eso de dónde sale?
- Leo y escribo
- ¿Escribís mucho?
- Mmm… no sé qué responderte
- Bueno, si escribís tenés que entender de desapegos
Lo pensé un par de segundos y concluí:
- Buena reflexión
Jamás fue tan fácil conocer a alguien como a Claudia, nacida en la RDA (¡por fin conocí a una soviética!), de madre peruana y ex residente en Luxemburgo, cuatro o cinco idiomas y veinte años. Yo iba a un concierto donde tocaba el novio de la prima de Sara, gran amiga catalana. Salí del hostel, y Claudia cinco segundos después. Nunca había hablado con ella, ni la había visto. Di tres pasos y escuché una voz que venía de atrás, lejos y cerca:
- ¿Tienes plan?
- Sí
- ¿Puedo ir contigo?
- Sí
Y así fue.
Al día siguiente, por intermedio de ella, conocí a Toni (apócope y aféresis de Antonia) en la playa, una chica berlinesa que me ofreció quedarme en su depto cuando vaya por esos pagos, y que viajó desde la capital alemana hasta Barcelona en bici, sola, durante un mes. Así de genial como suena.
Petra es una checa fotógrafa y masajista, con un aro insertado en algún lugar entre el labio superior y las encías, ferviente defensora de Nostradamus, eterna itinerante y ex heroinómana que con una charla de media hora me hizo replantear mi futuro y enturbiarme un poco más las ideas.
Ayer me enteré que tengo un primo segundo que vive en Iowa y llegó ayer a Barcelona para estudiar un semestre. Tiene veintiún años y no lo conozco.
Esta ciudad también está repleta de argentinos, pero no me resulta tan molesto. Será porque entre tanto cosmopolitismo se terminan mezclando, o quizá porque tantos venezolanos, de alguna manera que no sé explicar, equilibran un poco la balanza.
Hoy vi a Tawil, amigo de la secundaria que no veía desde que teníamos quince años, momento en que se mudó a España con personas de su mismo apellido. Cada uno pensó que el otro estaba igual. Fue todo más fluido y divertido de lo que pensé que sería. Hace un tiempo, él recordó los viejos buenos tiempos y, en un gesto muy solidario, me abrió las pueras de su casa para cuando llegue a Barcelona. Después todo fue confuso y desesperante: fue imposible comunicarme con él durante días, fue todo muy ambiguo y decepcionante y las puertas de su casa no se abrieron nunca. Probablemente en estos días le alquile una habitación a la novia de él, para vivir con ella y su madre, a quien Tawil me vendió como una paraguaya-hiperactiva-ex hippie-presa política de Stroessner-fumadora de porro, o algo así entendí o quise entender.
Cuando quise entrar a la Padrera, primer edificio gaudiano al que fui, intenté conseguir, como siempre, entrada de prensa, pero por primera vez me rebotaron mi credencial, tan útil hasta ese momento. Escuché una risita ahogada cuando la chica de la taquilla vio mi carnet. Y no es para menos. Eso no sirve de nada aquí, me dijo, tienes que tener una internacional, y después validarla en la oficina de prensa de la ciudad. Al día siguiente, lo primero que hice fue ir hasta allá. Hablé con Montse, la jefa de prensa. Durante media hora clavó su mirada sin parpadear en mis ojos, mientras me interrogaba a ritmo detectivesco. Verso va, verso viene, me supe vender bien, como una especie de hijo bastardo entre Hunter Thompson y Kapuscinski, cuando en realidad, de ser periodista, yo sería más bien una pastilla vomitada entre Rolando Graña y Catalina de espectáculos. Tras media hora de espera, la señora volvió con tres kilos de papeles en sus manos, entre folletos, guías y dossiers de prensa. Encima de todo eso, mi carnet, válido por tres semanas. Encima de mi carnet, su tarjeta. “Para que me mandes todo lo que escribas y publiques sobre Barcelona”. “Por supuesto”, respondí. Durante un rato largo anduve con mucho remordimiento.
Es incalculable la cantidad de dinero que me he ahorrado con eso. Entro gratis donde me da la gana.
Conseguí trabajo. Un trabajo que me avergüenza y no encaja con mi perfil. Ayer fue mi día de prueba y el lunes empiezo. Trabajo para una empresa con todas las letras, para un grupo de Yuppies (la mayúscula es eufemismo) que sólo hablan de dinero. Tengo que estar en la calle todo el día, vestido con el chaleco de una ONG al estilo UNICEF, pero menos conocida. Mi trabajo es hablar con todas las personas que pasen alrededor mío, e intentar convencerlos, en no más de tres minutos, de que se afilien a la ONG, a través de una donación de diez euros como mínimo. Es muy difícil lograr que alguien se pare a escucharte cuando caminan por la calle, generalmente van apurados o no tienen paciencia. Es aún más difícil convencerlos. Por algunos lados, la cuestión cierra. Me llevo bien con mi jefe, que tiene diecisiete años y es el “joven promesa”. Si logro hacer bien mi tarea, dudoso punto incierto, mi sueldo será mayor de lo que podría ganar en cualquier otro trabajo que pueda conseguir acá. Y, mal que mal, estamos colaborando con una causa justa. El dinero le llega a la ONG a través de nosotros. Pero hay lados que no cierran. Se camina en un límite moral muy delgado. El punto de vista y el discurso de la empresa, y desde cierto punto de vista lo que hacemos nosotros, es vender a los niños hambrientos de África como un producto, y tratar como clientes a quienes quieren ayudar colaborando. Cuando lo pienso así, cuando me veo haciendo eso, me da ganas de golpearme, de renunciar, de vomitar. Yo intento encontrarle la vuelta de mil maneras, pero a veces se hace cuesta arriba.
Estuve cinco años sin comer McDonalds y ahora es la mitad de mi cena todas las noches.
Un capítulo aparte, sin duda, se lo tengo que dedicar a Sara, chica mediterránea que conocí hace unos meses en Buenos Aires, en un curso de escritura creativa. Adorable como pocas personas que han pasado por mi vida. Ella volvió a su ciudad, luego de varios meses, el mismo día en que yo llegué. A los pocos días, salimos una noche, con una amiga suya capaz de hipnotizarte con la gesticulación de sus manos. Sara me mostró su barrio, recorrimos las callecitas hermosas de Gracia, y luego nos sentamos a tomar unas birras y a charlar en una plaza llena de jóvenes y buen ambiente. Así estuvimos horas y horas, descalzos, hablando de tantas cosas que nos hicieron reír o abrazarnos o darnos ganas de llorar aunque no lloramos nunca. Era tarde, quizá las cuatro o las cinco, la amiga de Sara ya se había ido, cuando tres chicas se nos acercaron. Tres chicas “con toda la onda”, como quien dice, muy de Barcelona. Se presentaron en catalán. Una de ellas tenía una lata de cerveza en la mano, y mientras nos la extendió, dijo algo así como “se la ganaron. Son la mejor pareja de la noche. Ya llovió dos veces, y mientras todos iban a refugiarse bajo el toldo, ustedes dos se quedaron acá toda la noche”. Creo que también hicieron referencia a lo lindos que nos veíamos juntos, o a que se notaba la alegría que había entre nosotros. Quizá no, quizá me lo imaginé. Todo es parafraseo, pero la idea es ésa. Recuerdo que nos regalaron la cerveza, y al instante siguiente pensé: “vivir es esto”. Pero no atiné a decir nada, porque Sara se anticipó y dijo (parafraseo de nuevo): “la vida es estos momentos”, o algo así. Luego la policía nos echó a todos, y nos fuimos a otra plaza y la noche siguió hasta que los cuerpos dijeron basta. Una madrugada difícil de (d)escribir, de esas que no se olvidan. Esas noches llenas de magia y de colores, esas noches con duende, como dirían por estos lares.
La noche de ayer también fue compartida con Sara y una amiga suya, Tali. Fuimos a ver a una banda que ellas aman, “Love of lesbian”, en las afueras de Barcelona. Complicada de encasillar, muy divertida. Cuando terminó, volvimos a la ciudad. Caminamos un tramo largo, yendo a distintos lugares nocturnos, sin entrar a ninguno, todos demasiado concurridos. Terminamos comprando unas latas de cerveza y tomándolas sentados al lado de La Rambla. A esa altura de la noche, con un par de litros de cerveza circulando en las venas, prendimos un porro. Al ratito cayó la policía y nos pidió documentos. El porro lo escondí a tiempo, el problema era el alcohol. Está prohibido tomar en la calle, en lata o botella pero no en plástico. Estuvieron un rato largo ahí, y no hubo manera de darle la vuelta, terminamos multados con treinta euros. Yo comencé a sentirme mal, muy mal, la presión me bajó hasta límites absurdos y el color de mi cara se borró como si nunca hubiese existido. Y la policía ahí, frente a nosotros. Yo no podía hablar, no podía levantar la cabeza. Mi estado era culpa de ellos. La marihuana y la bebida no me habían causado ese efecto, hasta que la policía, la puta policía, apareció. Y los soporté menos que nunca. Veinte minutos sin poder mirar al frente, con la cabeza caída y sin fuerzas, observando fijamente un par de botas. Los uniformes se fueron y yo no podía levantarme. No hubiese podido hacerlo, de no ser por Sara y Tali que me llevaron apoyado en sus hombros, incluídas dos paradas en plenas ramblas para vomitar papas fritas con kétchup y mayonesa, hasta que nos subimos a un taxi y me dejaron en mi hostel.
Ni hablar de lo que fue hoy a la mañana.
Cierro acá, esto ya es insostenible.
En fin, que estoy muy bien, muy feliz, bien acompañado y en una ciudad de puta, de re puta madre.

3 comentarios:

  1. Justo que te queria leer-te-queria.
    Hermosa simbiosis la de usted caballero y esa doña barcelona. Un abrazo fuerte

    ResponderEliminar
  2. Gracias, muchas gracias. Todo lo que podria decir mas sobra.
    Sara.

    ResponderEliminar
  3. Nico!!! Hacia mucho que no te leia y hoy se medio por hacerlo de un solo saque. Guauuu y Gracias (con mayuscula aunque no sea correcto escribirlo asi). No importa, lo vale. Es tan grato saber de vos, de Barcelona, de Mallorca, gracias de nuevo.
    Te cuento que no hace mucho me entere que nuestro principal competidor es el Report y otro mas, el Mensajero, y que nosotros encabezamos el ranking (mira que alegron!) te agrego que el laburo es buenisimo pero que la gente es bastante chota y que tanto en este lado como en aquel, sobran los boludos que piensan como tus (mis)compañeros de laburo. Que suerte que ya te fuiste.
    Te extraño y cierro los ojos y nos veo a todos otra vez en tu casa escribiendo y escuchandote y leyendote (que vuelva marzo).
    Besos para ti amigo, segui escribiendo x favor de aquella tierra, tan distinta y tan igual a la nuestra.
    Vale!

    ResponderEliminar