martes, 21 de julio de 2009

Mallorca, sábado 18/07/09





El aire de Mallorca es lento y condensado. Sus habitantes nunca saben indicar dónde para tal o cual autobús, y sólo comen pizza si son reformistas o, aunque sea, mente abierta. Vivo en una comunidad de doce o quince casitas en las afueras de Palma, donde es más nítido el piar de los pájaros que el ronroneo de los autos. Eddie, mi compañero de casa, está siempre más interesado en hablar que en escuchar. Practica todos los deportes existentes o imaginables. Es un obsesivo de la numerología, todo lo relaciona al siete. Tuvo variadísimas drogadicciones que fueron desde MDMA hasta inyectarse testosterona. Ahora, aclara jactancioso, está limpito y sólo fuma mucho porro. Es barman y encargado de un bar coqueto en el que venden Quilmes y facturas. Eddie es un tipo simpático, un buen tipo que me lleva a hacer trámites, me regala ropa y me convida ganya después del desayuno. Dice que hay que saber delegar, pero confía sólo en sí mismo (“no creo en yo-tú-él, si no en yo-yo-yo”), y dice también que tomó coca con el hijo de Lennon, y que le vendió a Jamiroquai. Ama las plantas, les reserva la entrada de la casa a una amplia variedad de ellas y el patio trasero exclusivamente a las de marihuana. En su codo tiene un tatuaje de Johnny Depp en “Pánico y locura en Las Vegas” y hace unos daiquiris de kiwi con miel que para qué les cuento. Se define como un chico índigo intuitivo solitario hiperactivo. Dice que le gustaría escribir.
En la isla, los mallorquines sucumben como minoría ante la avalancha de alemanes (turistas), senegaleses (vendedores ambulantes) y, sobre todo, argentinos (residentes). Y pensar que de antemano sentía triunfal mi huída exasperada de tanta cadencia porteña.
La catedral de Mallorca es un monstruo gótico color arena, que se impone con toda su majestuosidad de rocas y seiscientos años y se deja penetrar por la religiosísima suma de cuatro euros sin excepciones estudiantiles, periodísticas ni europeas.
Recorro el casco histórico con un estado frenético de hipermotricidad e hiperpercepción que se oculta tras una fachada de pasos tranquilos y sin rumbo que anhelan abarcarlo todo en simultáneo. Me tropiezo con cardúmenes de escandinavas que en general tienen algo de Kirsten Dunst con tres tallas más de copa mientras erro por callejones laberínticos de flores violetas y paredes amarillentas un poco agrietadas que te miran en picada y parece que se te van a venir encima en cualquier momento. En realidad busco una ferretería, pero el camino está lleno de obstáculos que me atraen como un bife al chimichurri. Y es así como termino en la Plaza Mayor, asistiendo a una danza típica de parejas sonrientes que sincronizan el ritmo de las castañas en sus manos mientras sus cuerpos acompañan el compás de una melodía que, ignorancia mediante, clasificaré de celta; es así como me dirijo con los ojos brillantes a unos molinos más bien quijotescos que luego resultan ser una pizzería; es así como me escurro en un recóndito pasaje subterráneo de antiguos negocios clausurados, al final del cual hay un letrero que muestra: “espacio diletante Casa Tomada/revista literaria Casa Tomada”. Y entonces, claro, la sonrisa cómplice que nace cuando noto que desde que llegué hay tantos puentes que conducen a JFC (Julio Florencio Cortázar, ¡Jesus Fucking Christ!): flotar sin propósito fijo, desnudar una ciudad o dejarse seducir por ella, la furgoneta hippie con la que me recogieron en el aeropuerto (que supo tener cocina y colchones e irse desde Palma hasta Roma a través de toda la Costa Brava, y entonces Los Autonautas de la Cosmopista), terminar de leer 62/Modelo para armar hace una hora y cerrar el libro con la satisfacción de haberme tragado un final que derrapa y en el que todo se va deliciosamente a la mierda. Escupo en los imbéciles que claman que las novelas de Cortázar (con la ya casi solemne, esnob excepción de Rayuela) pasan sin pena ni gloria, y omiten o desprecian los monólogos internos de Persio en Los Premios o el enigma del cuadro y la cabeza Thibaud-Piazzini en Divertimento. Mejor corto acá, porque me parece tanto más divertida la idea de jugar con esa bola de pelos que me araña la rodilla y que me inyecta su mirada felina que parece de otro mundo, como todos los gatos.






(Cuando llegué a la ferretería, por supuesto, estaba cerrada).

3 comentarios:

  1. Guau Nico
    Me parece que te voy a seguir mucho desde acá
    Aunque sabés espero tus garabatos

    Besos enormes y (empezá) a disfrutar

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  2. Nicooo, que bueno poder chusmear tu viaje desde aca... voy a estar ansiosa de leer una nueva entrada, porque ya te habia dicho que me encanta leer lo que escribis...
    amigoo!! te mando un beso y envidio tu parentesis en el tiempo!! (ya quisiera lo mismo para mi...)
    flor...

    pd: como mierda hago para no ser anonimo??? me llamo florrrrrrr!!! jaja

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  3. :-)
    Gracias, gracias por los comentarios.
    Seguiré subiendo cositas en cuanto pueda.

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