martes, 9 de marzo de 2010

Granada

Lo mejor que conocí de España.
Diría después de Barcelona, pero Barcelona no es España.
De Granada los laberintos gitanos, la tapa que acompaña cada cerveza, su movimiento incesante de universitarios.
En Granada me quedé dos horas encerrado en el hostel porque la llave no giraba.
De Granada la originalidad de sus grafitis anarquistas.
Granada te emborracha de belleza.
Y La Alhambra, claro, sobre todo La Alhambra: una de las cosas más bellas que vi en el viaje, y he tenido la suerte de ver muchas. Entre Estanbul y esta maravilla, cada vez me pongo más del lado de la estética árabe.
No sé si me atrevo a hablar sobre La Alhambra, sus palacios y jardines y columnas y vistas panorámicas.
No, no me atrevo. Se me complica y prefiero que los pocos que leen esto, digo, vos, que sos la única que lee esto, quizá, y eso le da un sentido a todo, lo vean con sus propios ojos en algún momento, sin ideas preconcebidas. Aunque probablemente ya lo viste.
Poco antes de terminar mi recorrido en La Alhambra, sonó mi celular:

- Hola
- Hola David
- ¿Hola?
- Hola ¿David?
- No, disculpe señor, está equivocado.
- ¿David?- escucho una voz a punto de quebrarse
- No soy David, señor, llamó a un número equivocado
- Perdón, perdón - voz que se interrumpe entre lágrimas y mocos
- No pasa nada, señor
- Perdón, lo siento mucho, perdón - repetía entre gritos apagados, entre ruidos espasmódicos y llanto angustiante.

Crucero en el Caribe

De París volví a Barcelona y después de un par de días volé hasta Panamá al lado de un bebé que no paró de llorar a gritos desde el despegue hasta el aterrizaje.
Al día siguiente, luego de una noche solo en un hotel panameño, llegaron todos y nos subimos al crucero caribeño al que nos invitó mi bobe. Todos: mi bobe, mi vieja, mi hermano, mi tía de Buenos Aires, mi primita y yo.
Tan desacostumbrado al calor, a la familia, a la comodidad. A sentirme burgués. A pasar tardes en un jacuzzi, a comer hasta la arcada, a fumaarme un porro en la punta del barco, viéndolo acercarse y alejarse de la nada abierta y oscura.
Qué gloria reencontrarme con mi hermano, darnos un abrazo, actualizarnos. A mi hermano lo veo, digamos, una vez por año. De las últimas veces que lo vi, una vez había cambiado su manera de hablar y de vestirse, había aprendido a bailar; otra vez tenía el pelo largo y había adelgazado treinta y cinco kilos. Ahora se volvió a cortar el pelo, tiene brakets y su cara es otra, literalmente: meses atrás le hicieron una operación que, siendo por motivos de salud, tuve que ser también estética y entonces otros pómulos, otra mandíbula, otra nariz.
Con mi primita pasé mucho tiempo, largas conversaciones. A veces me sorprende su nivel de madurez. A veces la quiero matar, cuando dice lo mismo que su mamá como si fuera un pensamiento propio y no tiene idea de lo que dice. Aunque seguramente yo a los once años hacía cosas peores. Quienes no nos conocen siempre piensan que somos hermanos.
Con mi tía suele estar todo más que bien, es la más normal (en el buen sentido de la palabra) de las tres hermanas, y es una mujer sin tabues y muy divertida.
A mi bobe la quiero mucho. Es mi bobe. Tenemos varias diferencias, y a veces es muy facha, pero a esta altura casi me da igual, no soy quién para cambiarla ni es fácil cambiar a esa altura de la vida. Y la quiero lo mismo.
Mi vieja. Mmm. Con mi vieja tuvimos nuestras risas, nuestros lindos momentos. Recuerdo una caminata juntos sobre la arena deliciosa de Aruba. Pero mi vieja es una mujer dificil: muy dificil. Digamos que con cierta frecuencia es una burguesa desagradable y desubicada con un talento insólito para crear situaciones incómodas.
La mayoría de la gente del crucero eran nuevos ricos, burguesía esnob y vulgar, apariencia y show off. Por suerte, aunque sea, eran latinos, elemento que siempre añade sabor y resta ceremonia, sobre todo cuando hablamos de Brasil hacia arriba.
Mi familia y yo tenemos conceptos muy distintos de lo que es recorrer un lugar.
Cartagena es pintoresco. Qué adjetivo de mierda. No se me ocurre otro. Es un lugar con muchas cosas para ver, muy jugoso. Algunas postales me sonaron a La Habana.
Santa Marta es un pueblito con pocas cosas para hacer, una playa aceptable y un calor de mercurio. Bolívar merecía una muerte más digna.
De Aruba, la arena. Quizá la más sublime en color y, sobre todo, en textura que pisé en mi vida.
En Curaçao y Bonaire hice mi propia ruta cuando mi familia volvió temprano al crucero. Y valió la pena. Mezcla delirante la de ambas Antillas Holandesas: negros que bailan salsa y beben cerveza Polar (Caribe, indudablemente), pero hablan en holandés entre canales y fachadas al mejor estilo Amsterdam.
En Bonaire me recuerdo solo en el banquito de una plaza, fumando porro y devorando un libro entre silencios y paredes descascaradas de todos los colores y alguna que otra mujer con muchos collares y una cesta de frutas sobre la cabeza.

París

París es un balcón y un gesto malhumorado en la cara de un tipo canoso de sobretodo negro parado en el metro.
París es la estela que deja una actitud con la que se lleva una bufanda.
París es un personaje de Cortázar.
París es una chica de azúcar que camina con una boina roja, la nariz un poco levantada y una rosa en la mano.
París es una ceniza larga que cuelga de un cigarrillo que cuelga de una mano que cuelga de un brazo que cuelga de un cuerpo que anda lento junto al Sena con la mirada gris perdida.

Budapest y Viena

Budapest, igual que Bélgica, es un lugar al que me hubiera gustado dedicarle más tiempo.
En Budapest conocí a un productor de CQC que era un tanto arrogante y que me dijo que venía de Viena e iba Berlín, y tres días después me lo volví a cruzar en una instalación audiovisual en Kunsthalle, en Viena.
Budapest me recordó un poco a Praga.
En Budapest tienen la mano milenario de un fraile expuesta en la entrada de una catedral.
En Budapest fui a un museo, "La casa del terror", que fue un centro clandestino de detención, tortura y asesinato, primero utilizado por los nazis y luego por los comunistas. Fue uno de los lugares más interesantes que conocí en el viaje, aunque me pareció tendenciosamente derechoso.
En Budaoest conocí varias personas que fueron por unos días, se enamoraron de la ciudad y se quedaron a vivir.
Me quedé con muchas ganas de ir a un lugar en las afueras, el museo al aire libre más grande de Europa, un campo vasto donde depositaron cientos de majestuosas estatuas comunistas luego de la caída de la URSS, y simplemente descansan ahí.
Budapest tiene un poco de varios lugares de Europa, y al mismo tiempo algo muy propio. Tiene, también, la sinagoga más grande del continente y la arquitectura más indefinible, no-descodificable, raramente fascinante que vi en el viaje.
Me cuesta escribir sobre Budapest porque fue hace mucho y pasaron tantas cosas en el medio.
Budapest fue la mejor sorpresa de este viaje.
En Budapest toman tequila sin sal y sin limón, pero con naranja y canela, ambas posteriores al trago.
Lo mejor de Budapest está escondido en una montaña en la que uno cree, de lejos, que nada más hay un castillo y un monumento.

En Viena fui a la ópera a ver Manón, al zoológico más viejo de Europa, quizá del mundo, a un palacio de irreales jardines nevados.
En Viene fue la única vez que me agarraron viajando sin ticket, aunque al final sólo pagué la mitad de la multa (la otra mitad debía pagarla al día siguiente en el Banco Central, bajo amenaza de que no me dejarían salir del país cuando llegase al aeropuerto, pero como mi vuelo saía desde Bratislava, no me preocupé).
En Viena me perdí en el cementerio central, kilométrico, cientos de miles de tumbas. Oscurecía, estaba solo y la nieve no cesaba de estrellarse contra mi cara como copos kamikazes.
Viena me pareció una ciudad un tanto facha, tirás un papel al suelo y te miran como si fueses un violador serial.
Viena tiene algunos de los mejores museos de Europa, y sin duda es una ciudad bella pero, honestamente, no me conmovió.

De Eindhoven y Bratislava no quiero decir nada porque estuve muy poco tiempo.