Praga es un cuento de hadas medieval.
Recuerdo caminar por una calle de fachadas en medialuna, fachadas que parecen viejas senioras, y al final subir unas escaleras en rombo, empezar a caminar bajo la lluvia sobre un puente ancho que es peatonal adoquinada, bajar la cabeza para prender un cigarrillo, ver de reojo las pequenias estatuas de la baranda agazapadas en la oscuridad, levantar de pronto la cabeza y ver una yuxtaposicion panoramica de castillos, torres, arcos, palacios, catedrales medievales. Fue la primera impresion que mas me quedo grabada en todo el viaje.
De Praga recuerdo la belleza de sus chicas, el sabor de su cerveza, la movida de jazz y de teatro. Recuerdo que en el Teatro Nacional daban Dogville, y desee como nunca saber hablar checo.
En Praga hay una sinagoga que recuerda a Aladino.
En Praga tendrian que calentar mas el cafe con leche.
En Praga fui a un mercado donde esperaba encontrar de todo menos aquella gran planicie nevada y unos pocos puestos que vendian muniecas rotas, teclados inservibles y tuercas, martillos, destornilladores.
En Praga las escaleras del metro son muy largas y muy empinadas y bajan muy rapido.
En Praga la ciudad nevada se me desplego como una hoja en blanco.
De Praga sus puentes y sus fachadas. Todos y todas.
En Praga fui lejos, ultima estacion de metro y caminata, hasta llegar a lo que queda de comunista en esa ciudad. Monobloques babilonicos, goliats homogeneos donde se escucha todo. TODO.
En un puente de Praga un artista tocaba un concierto de musica clasica deslizando sus dedos alrededor de veinte copas con distintas cantidades de agua.
Praga es la ciudad mas encantadora que conoci en mi vida.
viernes, 26 de febrero de 2010
miércoles, 10 de febrero de 2010
Bruselas, Brujas, Gent, Amsterdam
A Belgica me hubiese gustado dedicarle mas tiempo, pero fue una de las pocas veces en el viaje que estuve apurado, apretado entre pasajes, entre Praga y Amsterdam. Las cosas se dieron asi.
De Bruselas recuerdo grandes concentraciones de velos y ruidos de sirenas.
Recuerdo que tenia algunas zonas bastante feas.
Recuerdo que tiene, quiza, los bares que mas me han gustado en Europa. Y tambien los faroles. Y muchos murales de caricaturas en las calles. Y en el metro. Me encanta.
Me gusto la gente. Los belgas en general. Son como los franceses pero más relajados, menos amargados.
En Bruselas, despues de mucho andar y perderme una tarde entera, llegue al edificio donde nacio Cortazar. Hay, en la plaza de al lado, un busto de él, que me pareció que no representaba demasiado bien a su homenajeado. Quizó un poco solemne. En la fachada del edificio, tal vez un poco demasiado arriba, y chiquita, hay una placa que dice que Julio nacio ahi. La linea de abajo agrega: enormisimo cronopio.
Bruselas la vivi en, cómo decirlo; ¿saben cuando se sientan a ver una pelicula y a las dos horas saben que vieron una película pero no se acuerdan mucho, fueron más bien imágenes que pasaron frente a sus ojos? Bueno, algo así.
Gent:
La noche nos atrapa entre sus piernas abiertas desplegadas, siempre con sus serpentinas y su cara de mujers, siempre agarrada las manos a la fiesta, la ciudad, la poesia: todas ellas hermosas mujeres. Mi despertador sonara cuando todavia este oscuro, ya sabe, los horarios, los trenes, pero a nadiele importa, nunca es excusa: la noche esta para vivirla. En este caso, en este momento, para vivirla sentado en una silla verde lima, los codos, la cerveza, este cuaderno apoyados sobre un mantel plastico rojo con puniados de fresas estampados. Suena el tema de la Guerra de las galaxias. Levanto la cabeza y veo un televisor de catorce pulgadas, anios setenta, sesenta quiza, cuelga una lampara de barbies desnudas, hay desparramados muniecos de Winnie Pooh, platos viejos marrones y amarillos cuelgan del techo, clavados en la pared hay fotos de Elvis, relojes muertos con forma de flecha, macetas con flores plasticas marchitas, decenas de cabezas plasticas de venado, discos de vinilo, afiches de publicidades antiguas, barcos de juguete, grandes hojas de palmera, radios de la generacion de nusetros abuelos, un par de ventiladores inservibles, fotos repetidas de Mariyn Monroe con rosas pegadas con cinta scotch cruzandole la boca, un cuadro de Jesus dandole de comer a un perro en el crepusculo, un telefono hamburguesa, un munieco a escala real de una monja frente a un microfono con una bufanda de cotillon abrazandole el cuello. Hay eso y una grafica rectangular con tres imagenes identicas de la musa de este lugar: Divine. El bar se llama Pink Flamingos, y su ornamento kitsch hasta el sinsentido es un tributo a esa pelicula tan mala, tan bizarra, tan absurda y desagradable que al terminar no nos deja otra opcion que ponernos de pie y aplaudir y gritar bravo, bravo, entre silbidos de violenta, descolocada maravilla.
No hay nada para pescar y entonces rescato a Julio, lo saco entre el torbellino de porquerias acumuladas en mi bolso. Mientras aplasto un cigarrillo leo un texto entraniable que habla de la amistad patafisica con un hombre que se acaba de suicidar, una no-necrologica al mejor estilo cronopio, unas palabras que son copa de vino tinto, y cuando me doy de bruces con el punto final no se si llorar, hacer gargaras, dar vueltas desaforadamente como un trompo. Nadando entre ideas dispares leo que Cley, el poeta fallecido, y Yoyó, una escultura de bronce que reposa en el brazo de un sillón del departamento parisino de Cortázar, desde el principio tuvieron "una relación personal y directa", eran como "compadres para salir por las noches de Gent". A buen entendedor...
Brujas es muy lindo. Quizá demasiado lindo. Brujas es una postal. Brujas es la versión Disney de Gent.
´
De Amsterdam recuerdo poco. Sobre todo sus tormentas de nieve y sus diez grados bajo cero. En Amsterdam tomábamos una copa de absenta todas las noches. Y fumábamos porro todo el día. Es que el clima te obligaba a refugiarte. El clima fue uno de los dos motivos por los cuales contra toda predicción, no comí hongos en Amsterdam. Amé el museo de Van Gogh.
Amsterdam, Brujas, a veces Gent son juguetes, casas de muñeca, ciudades de torta. Igual que el Parc Guell, siempre me recuerdan a Tim Burton.
De Bruselas recuerdo grandes concentraciones de velos y ruidos de sirenas.
Recuerdo que tenia algunas zonas bastante feas.
Recuerdo que tiene, quiza, los bares que mas me han gustado en Europa. Y tambien los faroles. Y muchos murales de caricaturas en las calles. Y en el metro. Me encanta.
Me gusto la gente. Los belgas en general. Son como los franceses pero más relajados, menos amargados.
En Bruselas, despues de mucho andar y perderme una tarde entera, llegue al edificio donde nacio Cortazar. Hay, en la plaza de al lado, un busto de él, que me pareció que no representaba demasiado bien a su homenajeado. Quizó un poco solemne. En la fachada del edificio, tal vez un poco demasiado arriba, y chiquita, hay una placa que dice que Julio nacio ahi. La linea de abajo agrega: enormisimo cronopio.
Bruselas la vivi en, cómo decirlo; ¿saben cuando se sientan a ver una pelicula y a las dos horas saben que vieron una película pero no se acuerdan mucho, fueron más bien imágenes que pasaron frente a sus ojos? Bueno, algo así.
Gent:
La noche nos atrapa entre sus piernas abiertas desplegadas, siempre con sus serpentinas y su cara de mujers, siempre agarrada las manos a la fiesta, la ciudad, la poesia: todas ellas hermosas mujeres. Mi despertador sonara cuando todavia este oscuro, ya sabe, los horarios, los trenes, pero a nadiele importa, nunca es excusa: la noche esta para vivirla. En este caso, en este momento, para vivirla sentado en una silla verde lima, los codos, la cerveza, este cuaderno apoyados sobre un mantel plastico rojo con puniados de fresas estampados. Suena el tema de la Guerra de las galaxias. Levanto la cabeza y veo un televisor de catorce pulgadas, anios setenta, sesenta quiza, cuelga una lampara de barbies desnudas, hay desparramados muniecos de Winnie Pooh, platos viejos marrones y amarillos cuelgan del techo, clavados en la pared hay fotos de Elvis, relojes muertos con forma de flecha, macetas con flores plasticas marchitas, decenas de cabezas plasticas de venado, discos de vinilo, afiches de publicidades antiguas, barcos de juguete, grandes hojas de palmera, radios de la generacion de nusetros abuelos, un par de ventiladores inservibles, fotos repetidas de Mariyn Monroe con rosas pegadas con cinta scotch cruzandole la boca, un cuadro de Jesus dandole de comer a un perro en el crepusculo, un telefono hamburguesa, un munieco a escala real de una monja frente a un microfono con una bufanda de cotillon abrazandole el cuello. Hay eso y una grafica rectangular con tres imagenes identicas de la musa de este lugar: Divine. El bar se llama Pink Flamingos, y su ornamento kitsch hasta el sinsentido es un tributo a esa pelicula tan mala, tan bizarra, tan absurda y desagradable que al terminar no nos deja otra opcion que ponernos de pie y aplaudir y gritar bravo, bravo, entre silbidos de violenta, descolocada maravilla.
No hay nada para pescar y entonces rescato a Julio, lo saco entre el torbellino de porquerias acumuladas en mi bolso. Mientras aplasto un cigarrillo leo un texto entraniable que habla de la amistad patafisica con un hombre que se acaba de suicidar, una no-necrologica al mejor estilo cronopio, unas palabras que son copa de vino tinto, y cuando me doy de bruces con el punto final no se si llorar, hacer gargaras, dar vueltas desaforadamente como un trompo. Nadando entre ideas dispares leo que Cley, el poeta fallecido, y Yoyó, una escultura de bronce que reposa en el brazo de un sillón del departamento parisino de Cortázar, desde el principio tuvieron "una relación personal y directa", eran como "compadres para salir por las noches de Gent". A buen entendedor...
Brujas es muy lindo. Quizá demasiado lindo. Brujas es una postal. Brujas es la versión Disney de Gent.
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De Amsterdam recuerdo poco. Sobre todo sus tormentas de nieve y sus diez grados bajo cero. En Amsterdam tomábamos una copa de absenta todas las noches. Y fumábamos porro todo el día. Es que el clima te obligaba a refugiarte. El clima fue uno de los dos motivos por los cuales contra toda predicción, no comí hongos en Amsterdam. Amé el museo de Van Gogh.
Amsterdam, Brujas, a veces Gent son juguetes, casas de muñeca, ciudades de torta. Igual que el Parc Guell, siempre me recuerdan a Tim Burton.
Bielefeld, Öelde, Dortmund, Trier, Schweich
Llegué a Bielefeld sabiendo que aquella noche estaría todo cerrado, que no encontraría lugar para dormir, así que caminé un rato por la ciudad y luego fui a su pequeña estación de trenes y me senté en un banco a leer, intenté en vano dormir, pasaba gente, me veían raro, mucha juventud borracha y al lado mío, por supuesto, un Mc Donalds, lo único abierto un veinticinco de diciembre a la madrugada y claro, cuando uno no tiene opciones ni las busca tenazmente, termina preguntándole al cajero qué tiene por un euro, se compra una hamburguesa de pollo que devora en tres mordiscos y un capuccino que estira a sorbos espaciados y se pone a escribir, en medio del bullicio general escribe sobre otras ciudades, se acerca una chica tambaleante, hace un par de preguntas (de parte de su amiga, que espera espía en la mesa de atrás), se van, pide otro capuccino, pasa un rato, dos voces lo llaman de la mesa de al lado, son cuatro chicas de ojitos rojos, una le lanza una pregunta retórica que remata con un piropo etílico, las otras tres estallan en carcajadas, charlan un poco, se van, entonces intenta dormir de nuevo, casi lo logra cuando lo interrumpen dos policías y le hacen el interrogatorio correspondiente, todo está bien, averigua cuándo sale el próximo tren hacia su destino, contra su costumbre compra un pasaje (piensa que la situación lo amerita), se dirige al andén, se distrae y se cierra la puerta del vagón, por enésima vez se cierra la puerta del vagón pero esta vez respira tranquilo, no le importa, se toma el próximo tren y llega a Öelde, el pueblito donde nació su abuela.
No sé bien qué decir sobre Öelde. Es tarde y tengo sueño. Y fue hace mucho. Digamos que hice lo que quería hacer: caminar el pueblito de mi oma, conocer el lugar donde se crió, escarbar raíces, visitar el cementerio y buscar dos apellidos. En el único cine del pueblo daban una película infantil que no sé de qué trataba y nunca más la escuché nombrar. La película se llamaba Niko.
Intuía que en Dortmund pasaría lo mismo que en Bielefeld, la noche profunda, la mochila pesada, el frío despiadado, la ciudad desconocida, todo cerrado, nadie en la calle, nada en la calle, perderme largamente, perderme hasta desesperarme, rozar con el rabillo del ojo el cartel de un hostel casi a ras de suelo, tocar timbre para volver a sentir vida en mi dedo índice, aparece alguien y me dice que está cerrado, pero sucumbe ante sus valores cristianos y lo abre sólo para mí.
Trier fue una sorpresa muy grata. Mis expectativas, basadas en mi ignorancia, no eran altas. Algo había escuchado de la Porta Nigra y de la casa de Marx: nada más. A decir verdad, el museo de Carlitos es más bien decepcionante, yo esperaba manuscritos, novedades, reliquias, y en cambio me encontré minuciosamente desplegada la historia de sus ideas y las consecuencias/influencias que tuvieron, las zonas que permearon: y todo eso ya me lo enseñan en la universidad.
Fuera de eso, es una ciudad hermosísima, la ciudad más vieja de Alemania, plagada de construcciones antiquísimas, que caminé de punta a punta: me la fumé.
En la oficina de turismo de Schweich me crucé al intendente. Le conté mi historia, los motivos que me llevaban a visitar aquel pueblito tan poco visitado. Conmovido, el señor organizó mi día, me abrió contactos. Caminé por el lugar horas y horas, pasé por la casa donde nació mi abuelo, me perdí, me encontré. Mi sonrisa era imborrable. En la sinagoga me recibió el viejito que la cuida, la abrió para mi, me contó la historia. En la entrada, tras una vidriera, se exhibían varias fotos de hace un par de décadas, cuando, tras una iniciativa de la municipalidad, volvieron a Schweich después de cincuenta años los pocos judíos sobrevivientes que allí nacieron, para la reinauguración de la sinagoga. En la foto estaban mi oma, mi opa, su hermano y la esposa. Cómo lloré. Después, junto con el viejito y el intendente, fuimos al cementerio judío, donde quizá la mitad de las tumbas tienen mi apellido. Caía el sol cuando me llevaron a la casa del ex intendente, un demócrata en tiempos nazis, el encargado, décadas más tarde, de la recomposición de la relación con la comunidad judía. Un amigo de mi opa. Me recibió en su casa con una sonrisa de sorpresa, con ojos brillantes, y no me quería dejar ir. Yo tampoco quería irme. Charlamos un rato largo, y me regaló una botella de vino de Schweich y una foto de la sinagoga de hace noventa años.
Es que uno es injusto con las ciudades. Las respira, las palpa, las exprime y luego, en otro tiempo, en otra ciudad, abre un cuaderno e intenta volcar algo que transmita un poco esas sensaciones. Intenta enjaular ciudades, resumir su jugo en un trago. Y para eso los recuerdos, siempre parciales, siempre distorsionados, siempre ficciones. Entonces no es justo y qué rabia. Pero imagino cómo sería no hacerlo, no desdoblarme en el papel, y entonces pienso que qué le hace otra raya al tigre, que total el mundo, la vida, están llenos de injusticias, y que las hay peores.
No sé bien qué decir sobre Öelde. Es tarde y tengo sueño. Y fue hace mucho. Digamos que hice lo que quería hacer: caminar el pueblito de mi oma, conocer el lugar donde se crió, escarbar raíces, visitar el cementerio y buscar dos apellidos. En el único cine del pueblo daban una película infantil que no sé de qué trataba y nunca más la escuché nombrar. La película se llamaba Niko.
Intuía que en Dortmund pasaría lo mismo que en Bielefeld, la noche profunda, la mochila pesada, el frío despiadado, la ciudad desconocida, todo cerrado, nadie en la calle, nada en la calle, perderme largamente, perderme hasta desesperarme, rozar con el rabillo del ojo el cartel de un hostel casi a ras de suelo, tocar timbre para volver a sentir vida en mi dedo índice, aparece alguien y me dice que está cerrado, pero sucumbe ante sus valores cristianos y lo abre sólo para mí.
Trier fue una sorpresa muy grata. Mis expectativas, basadas en mi ignorancia, no eran altas. Algo había escuchado de la Porta Nigra y de la casa de Marx: nada más. A decir verdad, el museo de Carlitos es más bien decepcionante, yo esperaba manuscritos, novedades, reliquias, y en cambio me encontré minuciosamente desplegada la historia de sus ideas y las consecuencias/influencias que tuvieron, las zonas que permearon: y todo eso ya me lo enseñan en la universidad.
Fuera de eso, es una ciudad hermosísima, la ciudad más vieja de Alemania, plagada de construcciones antiquísimas, que caminé de punta a punta: me la fumé.
En la oficina de turismo de Schweich me crucé al intendente. Le conté mi historia, los motivos que me llevaban a visitar aquel pueblito tan poco visitado. Conmovido, el señor organizó mi día, me abrió contactos. Caminé por el lugar horas y horas, pasé por la casa donde nació mi abuelo, me perdí, me encontré. Mi sonrisa era imborrable. En la sinagoga me recibió el viejito que la cuida, la abrió para mi, me contó la historia. En la entrada, tras una vidriera, se exhibían varias fotos de hace un par de décadas, cuando, tras una iniciativa de la municipalidad, volvieron a Schweich después de cincuenta años los pocos judíos sobrevivientes que allí nacieron, para la reinauguración de la sinagoga. En la foto estaban mi oma, mi opa, su hermano y la esposa. Cómo lloré. Después, junto con el viejito y el intendente, fuimos al cementerio judío, donde quizá la mitad de las tumbas tienen mi apellido. Caía el sol cuando me llevaron a la casa del ex intendente, un demócrata en tiempos nazis, el encargado, décadas más tarde, de la recomposición de la relación con la comunidad judía. Un amigo de mi opa. Me recibió en su casa con una sonrisa de sorpresa, con ojos brillantes, y no me quería dejar ir. Yo tampoco quería irme. Charlamos un rato largo, y me regaló una botella de vino de Schweich y una foto de la sinagoga de hace noventa años.
Es que uno es injusto con las ciudades. Las respira, las palpa, las exprime y luego, en otro tiempo, en otra ciudad, abre un cuaderno e intenta volcar algo que transmita un poco esas sensaciones. Intenta enjaular ciudades, resumir su jugo en un trago. Y para eso los recuerdos, siempre parciales, siempre distorsionados, siempre ficciones. Entonces no es justo y qué rabia. Pero imagino cómo sería no hacerlo, no desdoblarme en el papel, y entonces pienso que qué le hace otra raya al tigre, que total el mundo, la vida, están llenos de injusticias, y que las hay peores.
martes, 9 de febrero de 2010
Berlín
Berlín es la ciudad más creativa que conocí.
La noche que llegué a Berlín fue la más fría de mi vida, demasiado frío para caminar, para fumar, para hablar: piel muerta.
En Berlín no pagué trenes, buses ni metro.
No sé describir Berlín, tengo recuerdos inconexos, creo que pasaron muchas cosas, demasiadas, a pesar de que estuve un día y medio encerrado.
A Berlín le debo una revancha, en verano.
En Berlín un doctor, que parecía no percatarse de mi pánico supremo a las agujas, me puso cinco inyecciones seguidas, las últimas tres en el pecho.
En Berlín fui a un edificio de cuatro plantas, un bloque viejo, despedazado, que está ocupado por artistas, muchos latinos. Paredes que superponen afiches, grafitis, pinturas, capas de tiempo.
En Berlín fui a bares blancos con camas, a una sala de té japonesa donde te sentás sobre almohadones con diseños de geishas, todo seda y terciopelo, a un bar con una mesa de ping pong donde juegan al mismo tiempo decenas de personas toda la noche.
Berlín, al igual que Estanbul, pero de una manera muy distinta, parece tomar una muestra del mundo, agotar sus posibilidades.
Yo no viví Berlín sino su invierno despiadado.
A veces Berlín parece una pieza de arte expermiental.
Mi primera noche en Berlín fui a un bar que era una casa de ocupas, tocaba una banda chilena que hizo un cover de la Bersuit. En el intermedio, un dj pasaba merengue de los noventas, una tras otra las canciones que llenaban mis noches pre-púberes de minitecas (creo que en Argentina le dicen "asaltos"). Recuerdo escuchar "aquí se viene Azul Azul con este baile que es una bomba", y luego, repiqueteo de tambores: Bombón asesino. Recuerdo haber pensado que nunca en mi vida había visto algo menos atractivo que un alemán que intenta seducir con su baile.
En Berlín me quedé en casa de una amiga, en casa de sus padres, ella peruana que no paraba de alimentarme con comida naturista y prepararme té. Durante dos días se fueron a pasar navidad a Wolfsburgo, y me dejaron las llaves. El depto quedaba en uno de los dos edificios donde filmaron "Good bye Lenin".
Recuerdo un jugo de mango con yoghurt en un restaurant indio.
Recuerdo haber visitado un departamento donde la calefacción era un horno a carbón.
En Berlín casi no tomé fotos, no tuve ganas.
En Berlín me enteré que Leo, el hermano de mi abuelo que murió en Auschwitz, estuvo refugiado en Bélgica durante la guerra.
En Berlín di vueltas suspendido en la noche iglú, sentado en unas altas sillas voladoras que giraban violentas por encima del paisaje urbano que estiraba sus piernas iluminadas.
Un par de veces fui a un antro donde sonaba una música industrial, una maquinaria oscura y electrónica, digamos un NIN potenciado. Recuerdo un ataúd que decía que si ponías una moneda podía pasar algo o no, recuerdo lenguas lesbianas en un rincón apagado, un foco azul, tres tipos escribiendo un ensayo acerca de porqué no había sexo en la Alemania soviética, recuerdo un aire tóxico, una sensación de sótano, y que era el único lugar abierto a esa hora.
En Berlín no sé.
En Berlín el muro, claro, y el nazismo. Recuerdo dos memoriales, dos obras de arte dedicadas al Holocausto. Recuerdo sentirlas con un frío indescriptible, y preguntarme hasta dónde se estira la cuerda de lo que uno puede llamar obra de arte.
Me recuerdo perdido en un lugar lejano, punta este de la ciudad, la noche navideña. Recuerdo las calles vacías, el ambiente hostil, algunos grupos de skinheads y una propuesta homosexual.
De Berlín recuerdo sus tatuajes y sus crestas, y un grupo de chicos que se divertían gritándonos desaforadamente en la cara, a quemaropa, o a quemacara.
Recuerdo estar con dos amigas y quince gramos de maría fresca, recién cortada, en los bolsillos. Recuerdo el aroma penetrante, inocultable, y haber pasado toda la tarde en el museo judío, tiñendo la historia yiddish de fragancias cannábicas.
En Berlín alguien vino a visitarme, alguien con quien meses atrás descubrí mi esquina en Barcelona.
Cerca del centro de Berlín hay una sala con varias sillas y una obra de arte. Se llama la Sala del silencio, y esa es su única función.
Las putas de Berlín serían modelos de alta gama en Sudamérica.
Recuerdo el suelo urbano como un solo bloque de hielo tras la nieve y la lluvia.
Mi última noche en Berlín salí por única vez a caminar solo: salí Berlín. Recuerdo que me detuve y sonaban profundas, con su eco solemne las campanas de la catedral, el repique virtuoso de un percusionista callejero
en su pequeño timbal, el tren queseacercapasayseva dejando pelos revueltos, los graznidos magnéticos, tenebrosos de los cuervos que volaban en círculo alrededor de las cimas afiladas de la catedral gótica y sus faroles viejos. Recuerdo la presencia gris y fantasmal de los monoblocs soviéticos, las fachadas ornamentadas con disparos, una aguja que se levantaba inalcanzable como una torre de babel y desaparecía brumosa en las alturas, una rueda de parque de diversiones que giraba como un goliat de neón, ramas escuálidas, luna llena, noche sin estrellas.
La noche que llegué a Berlín fue la más fría de mi vida, demasiado frío para caminar, para fumar, para hablar: piel muerta.
En Berlín no pagué trenes, buses ni metro.
No sé describir Berlín, tengo recuerdos inconexos, creo que pasaron muchas cosas, demasiadas, a pesar de que estuve un día y medio encerrado.
A Berlín le debo una revancha, en verano.
En Berlín un doctor, que parecía no percatarse de mi pánico supremo a las agujas, me puso cinco inyecciones seguidas, las últimas tres en el pecho.
En Berlín fui a un edificio de cuatro plantas, un bloque viejo, despedazado, que está ocupado por artistas, muchos latinos. Paredes que superponen afiches, grafitis, pinturas, capas de tiempo.
En Berlín fui a bares blancos con camas, a una sala de té japonesa donde te sentás sobre almohadones con diseños de geishas, todo seda y terciopelo, a un bar con una mesa de ping pong donde juegan al mismo tiempo decenas de personas toda la noche.
Berlín, al igual que Estanbul, pero de una manera muy distinta, parece tomar una muestra del mundo, agotar sus posibilidades.
Yo no viví Berlín sino su invierno despiadado.
A veces Berlín parece una pieza de arte expermiental.
Mi primera noche en Berlín fui a un bar que era una casa de ocupas, tocaba una banda chilena que hizo un cover de la Bersuit. En el intermedio, un dj pasaba merengue de los noventas, una tras otra las canciones que llenaban mis noches pre-púberes de minitecas (creo que en Argentina le dicen "asaltos"). Recuerdo escuchar "aquí se viene Azul Azul con este baile que es una bomba", y luego, repiqueteo de tambores: Bombón asesino. Recuerdo haber pensado que nunca en mi vida había visto algo menos atractivo que un alemán que intenta seducir con su baile.
En Berlín me quedé en casa de una amiga, en casa de sus padres, ella peruana que no paraba de alimentarme con comida naturista y prepararme té. Durante dos días se fueron a pasar navidad a Wolfsburgo, y me dejaron las llaves. El depto quedaba en uno de los dos edificios donde filmaron "Good bye Lenin".
Recuerdo un jugo de mango con yoghurt en un restaurant indio.
Recuerdo haber visitado un departamento donde la calefacción era un horno a carbón.
En Berlín casi no tomé fotos, no tuve ganas.
En Berlín me enteré que Leo, el hermano de mi abuelo que murió en Auschwitz, estuvo refugiado en Bélgica durante la guerra.
En Berlín di vueltas suspendido en la noche iglú, sentado en unas altas sillas voladoras que giraban violentas por encima del paisaje urbano que estiraba sus piernas iluminadas.
Un par de veces fui a un antro donde sonaba una música industrial, una maquinaria oscura y electrónica, digamos un NIN potenciado. Recuerdo un ataúd que decía que si ponías una moneda podía pasar algo o no, recuerdo lenguas lesbianas en un rincón apagado, un foco azul, tres tipos escribiendo un ensayo acerca de porqué no había sexo en la Alemania soviética, recuerdo un aire tóxico, una sensación de sótano, y que era el único lugar abierto a esa hora.
En Berlín no sé.
En Berlín el muro, claro, y el nazismo. Recuerdo dos memoriales, dos obras de arte dedicadas al Holocausto. Recuerdo sentirlas con un frío indescriptible, y preguntarme hasta dónde se estira la cuerda de lo que uno puede llamar obra de arte.
Me recuerdo perdido en un lugar lejano, punta este de la ciudad, la noche navideña. Recuerdo las calles vacías, el ambiente hostil, algunos grupos de skinheads y una propuesta homosexual.
De Berlín recuerdo sus tatuajes y sus crestas, y un grupo de chicos que se divertían gritándonos desaforadamente en la cara, a quemaropa, o a quemacara.
Recuerdo estar con dos amigas y quince gramos de maría fresca, recién cortada, en los bolsillos. Recuerdo el aroma penetrante, inocultable, y haber pasado toda la tarde en el museo judío, tiñendo la historia yiddish de fragancias cannábicas.
En Berlín alguien vino a visitarme, alguien con quien meses atrás descubrí mi esquina en Barcelona.
Cerca del centro de Berlín hay una sala con varias sillas y una obra de arte. Se llama la Sala del silencio, y esa es su única función.
Las putas de Berlín serían modelos de alta gama en Sudamérica.
Recuerdo el suelo urbano como un solo bloque de hielo tras la nieve y la lluvia.
Mi última noche en Berlín salí por única vez a caminar solo: salí Berlín. Recuerdo que me detuve y sonaban profundas, con su eco solemne las campanas de la catedral, el repique virtuoso de un percusionista callejero
en su pequeño timbal, el tren queseacercapasayseva dejando pelos revueltos, los graznidos magnéticos, tenebrosos de los cuervos que volaban en círculo alrededor de las cimas afiladas de la catedral gótica y sus faroles viejos. Recuerdo la presencia gris y fantasmal de los monoblocs soviéticos, las fachadas ornamentadas con disparos, una aguja que se levantaba inalcanzable como una torre de babel y desaparecía brumosa en las alturas, una rueda de parque de diversiones que giraba como un goliat de neón, ramas escuálidas, luna llena, noche sin estrellas.
Frankfurt
Ciudad a la que no se me había ocurrido ir. Ciudad de empresarios y oferta sexual interminable. Ciudad de rascacielos y puentes angostos que iluminan las caminatas nocturnas a orillas del río. Ciudad en la que visité la muy aristocrática casa de Göethe y una fascinante exposición de esculturas encargadas por Mao, personajes sufrientes que denuncian con su furia la explotación que sufre el campesinado. Gestos exacerbados de la revolución cultural.
Ciudad de ferias navideñas que ofrecen salchichas, pesebres, vino caliente. Ciudad donde en el jardín de palmeras no había palmeras y donde por primera vez vi un lago congelado. Ciudad que nunca olvidaré, ciudad mágica porque nevó, por fin nevó. Cuando pasó lo de Buenos Aires, hace un par de años, yo estaba en Mar del plata. Y antes de eso había visto nieve, pisado nieve, jugado. Pero fue siempre el gusto agridulce de la nieve durmiente, la que flotó mientras yo soñaba o caminaba en otra ciudad. Y ahora la viví caer, la sentí traspasar mis pómulos, borrar con su blanca, frágil ligereza el pasado oscuro.
Unos días después, abrí "Papeles inesperados" y desemboqué en "Peripecias del agua" y pensé: sí, eso, exactamente.
Ciudad de ferias navideñas que ofrecen salchichas, pesebres, vino caliente. Ciudad donde en el jardín de palmeras no había palmeras y donde por primera vez vi un lago congelado. Ciudad que nunca olvidaré, ciudad mágica porque nevó, por fin nevó. Cuando pasó lo de Buenos Aires, hace un par de años, yo estaba en Mar del plata. Y antes de eso había visto nieve, pisado nieve, jugado. Pero fue siempre el gusto agridulce de la nieve durmiente, la que flotó mientras yo soñaba o caminaba en otra ciudad. Y ahora la viví caer, la sentí traspasar mis pómulos, borrar con su blanca, frágil ligereza el pasado oscuro.
Unos días después, abrí "Papeles inesperados" y desemboqué en "Peripecias del agua" y pensé: sí, eso, exactamente.
Estanbul
Estanbul es una ciudad rarísima, indescriptible, inasible, inclasificable. Estanbul es una ciudad con un movimiento caótico, frenético, pero no es una ciudad ruidosa: más bien diría lo contrario. Estanbul tiene más de quinientas, quizá más de seiscientas líneas de colectivo. Estanbul tiene ese juego constante, esa tensión indecisa entre antigua y moderna, cristiana y musulmana, asiática y europea. Ciudad de puentes intercontinentales, mezquitas que congelan el tiempo y la mirada, bazares donde no hay nada que no se consiga, nada que no se quiera comprar, y donde hay que tener una autodisciplina casi militar para no sucumbir a los encantos de los mejores vendedores del mundo, que siempre te hacen reir y saben hablar por lo menos cinco idiomas aprendidos de sus clientes.
Ciudad que tiembla cinco veces al día por los ensordecedores bramidos arabezcos que se elevan a gritos como plegarias al cielo desde los altavoces de las mezquitas innumerables. Ciudad acogedora en la que una vez me quisieron besar la mano cuando dije que mi apellido y mis ideales corren en direcciones opuestas. Ciudad donde salí con una japonesa que fotografía incesantemente a su mascota de peluche, un panameño que, como el otro que conozco, le encanta hablar de filosofía sin tener la menor idea, un inglés que vino desde Londres a Estanbul en bicicleta, y un brasilero que, porro de por medio, me relató que una vez fue con dos amigos a una casa de campo en la que se quedaron cuatro días y consumieron, cada uno, cuatro frascos de popper. Y que desde aquella vez se borró casi todo su pasado, no recuerda su infancia, reconoce caras pero no las conecta con nombres, tiene la certeza de que su memoria ha barrido algunas cosas muy importantes en su vida sin dejar la menor huella.
Creo que Estanbul fue la única ciudad donde no escuché argentinos, lo cual demuestra hasta qué punto llega su magia.
Ciudad que en su pretenciosidad parece agotar la condición humana, metrópoli abigarrada que no da respiro y no deja nada por fuera, todos los colores, los tamaños y las formas, los idiomas, las fachadas y las épocas, los aromas, los materiales y los recursos, las texturas, estructuras y quimeras posibles, imaginables. Estanbul es una brasa que derrite deliciosamente la corteza y contenido del verosímil occidental.
En Estanbul tomé litros de jugo de granada y unas cuantas tazas de sahlep, bebida regional de leche caliente con canela y vainilla, que evocó en mi paladar el recuerdo de aquella gloriosa bebida espesa: la chicha. La venezolana, porque la que hacen en Argentina no me gusta.
Ciudad donde todos los días me regalaron algo y donde jugué futbol con decenas de niños en una plaza cuyo límite traspasaba el horizonte.
Ciudad en la que ocurrió un incidente que no comentaré ahora. Sólo diré que mi vuelo Estanbul-Frankfurt no fue arbitrario ni casual.
Ciudad alucinante.
Ciudad que tiembla cinco veces al día por los ensordecedores bramidos arabezcos que se elevan a gritos como plegarias al cielo desde los altavoces de las mezquitas innumerables. Ciudad acogedora en la que una vez me quisieron besar la mano cuando dije que mi apellido y mis ideales corren en direcciones opuestas. Ciudad donde salí con una japonesa que fotografía incesantemente a su mascota de peluche, un panameño que, como el otro que conozco, le encanta hablar de filosofía sin tener la menor idea, un inglés que vino desde Londres a Estanbul en bicicleta, y un brasilero que, porro de por medio, me relató que una vez fue con dos amigos a una casa de campo en la que se quedaron cuatro días y consumieron, cada uno, cuatro frascos de popper. Y que desde aquella vez se borró casi todo su pasado, no recuerda su infancia, reconoce caras pero no las conecta con nombres, tiene la certeza de que su memoria ha barrido algunas cosas muy importantes en su vida sin dejar la menor huella.
Creo que Estanbul fue la única ciudad donde no escuché argentinos, lo cual demuestra hasta qué punto llega su magia.
Ciudad que en su pretenciosidad parece agotar la condición humana, metrópoli abigarrada que no da respiro y no deja nada por fuera, todos los colores, los tamaños y las formas, los idiomas, las fachadas y las épocas, los aromas, los materiales y los recursos, las texturas, estructuras y quimeras posibles, imaginables. Estanbul es una brasa que derrite deliciosamente la corteza y contenido del verosímil occidental.
En Estanbul tomé litros de jugo de granada y unas cuantas tazas de sahlep, bebida regional de leche caliente con canela y vainilla, que evocó en mi paladar el recuerdo de aquella gloriosa bebida espesa: la chicha. La venezolana, porque la que hacen en Argentina no me gusta.
Ciudad donde todos los días me regalaron algo y donde jugué futbol con decenas de niños en una plaza cuyo límite traspasaba el horizonte.
Ciudad en la que ocurrió un incidente que no comentaré ahora. Sólo diré que mi vuelo Estanbul-Frankfurt no fue arbitrario ni casual.
Ciudad alucinante.
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