Llegué a Bielefeld sabiendo que aquella noche estaría todo cerrado, que no encontraría lugar para dormir, así que caminé un rato por la ciudad y luego fui a su pequeña estación de trenes y me senté en un banco a leer, intenté en vano dormir, pasaba gente, me veían raro, mucha juventud borracha y al lado mío, por supuesto, un Mc Donalds, lo único abierto un veinticinco de diciembre a la madrugada y claro, cuando uno no tiene opciones ni las busca tenazmente, termina preguntándole al cajero qué tiene por un euro, se compra una hamburguesa de pollo que devora en tres mordiscos y un capuccino que estira a sorbos espaciados y se pone a escribir, en medio del bullicio general escribe sobre otras ciudades, se acerca una chica tambaleante, hace un par de preguntas (de parte de su amiga, que espera espía en la mesa de atrás), se van, pide otro capuccino, pasa un rato, dos voces lo llaman de la mesa de al lado, son cuatro chicas de ojitos rojos, una le lanza una pregunta retórica que remata con un piropo etílico, las otras tres estallan en carcajadas, charlan un poco, se van, entonces intenta dormir de nuevo, casi lo logra cuando lo interrumpen dos policías y le hacen el interrogatorio correspondiente, todo está bien, averigua cuándo sale el próximo tren hacia su destino, contra su costumbre compra un pasaje (piensa que la situación lo amerita), se dirige al andén, se distrae y se cierra la puerta del vagón, por enésima vez se cierra la puerta del vagón pero esta vez respira tranquilo, no le importa, se toma el próximo tren y llega a Öelde, el pueblito donde nació su abuela.
No sé bien qué decir sobre Öelde. Es tarde y tengo sueño. Y fue hace mucho. Digamos que hice lo que quería hacer: caminar el pueblito de mi oma, conocer el lugar donde se crió, escarbar raíces, visitar el cementerio y buscar dos apellidos. En el único cine del pueblo daban una película infantil que no sé de qué trataba y nunca más la escuché nombrar. La película se llamaba Niko.
Intuía que en Dortmund pasaría lo mismo que en Bielefeld, la noche profunda, la mochila pesada, el frío despiadado, la ciudad desconocida, todo cerrado, nadie en la calle, nada en la calle, perderme largamente, perderme hasta desesperarme, rozar con el rabillo del ojo el cartel de un hostel casi a ras de suelo, tocar timbre para volver a sentir vida en mi dedo índice, aparece alguien y me dice que está cerrado, pero sucumbe ante sus valores cristianos y lo abre sólo para mí.
Trier fue una sorpresa muy grata. Mis expectativas, basadas en mi ignorancia, no eran altas. Algo había escuchado de la Porta Nigra y de la casa de Marx: nada más. A decir verdad, el museo de Carlitos es más bien decepcionante, yo esperaba manuscritos, novedades, reliquias, y en cambio me encontré minuciosamente desplegada la historia de sus ideas y las consecuencias/influencias que tuvieron, las zonas que permearon: y todo eso ya me lo enseñan en la universidad.
Fuera de eso, es una ciudad hermosísima, la ciudad más vieja de Alemania, plagada de construcciones antiquísimas, que caminé de punta a punta: me la fumé.
En la oficina de turismo de Schweich me crucé al intendente. Le conté mi historia, los motivos que me llevaban a visitar aquel pueblito tan poco visitado. Conmovido, el señor organizó mi día, me abrió contactos. Caminé por el lugar horas y horas, pasé por la casa donde nació mi abuelo, me perdí, me encontré. Mi sonrisa era imborrable. En la sinagoga me recibió el viejito que la cuida, la abrió para mi, me contó la historia. En la entrada, tras una vidriera, se exhibían varias fotos de hace un par de décadas, cuando, tras una iniciativa de la municipalidad, volvieron a Schweich después de cincuenta años los pocos judíos sobrevivientes que allí nacieron, para la reinauguración de la sinagoga. En la foto estaban mi oma, mi opa, su hermano y la esposa. Cómo lloré. Después, junto con el viejito y el intendente, fuimos al cementerio judío, donde quizá la mitad de las tumbas tienen mi apellido. Caía el sol cuando me llevaron a la casa del ex intendente, un demócrata en tiempos nazis, el encargado, décadas más tarde, de la recomposición de la relación con la comunidad judía. Un amigo de mi opa. Me recibió en su casa con una sonrisa de sorpresa, con ojos brillantes, y no me quería dejar ir. Yo tampoco quería irme. Charlamos un rato largo, y me regaló una botella de vino de Schweich y una foto de la sinagoga de hace noventa años.
Es que uno es injusto con las ciudades. Las respira, las palpa, las exprime y luego, en otro tiempo, en otra ciudad, abre un cuaderno e intenta volcar algo que transmita un poco esas sensaciones. Intenta enjaular ciudades, resumir su jugo en un trago. Y para eso los recuerdos, siempre parciales, siempre distorsionados, siempre ficciones. Entonces no es justo y qué rabia. Pero imagino cómo sería no hacerlo, no desdoblarme en el papel, y entonces pienso que qué le hace otra raya al tigre, que total el mundo, la vida, están llenos de injusticias, y que las hay peores.
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resulta que cuando te leo se me dibuja una sonrisa de lado y se me llenan los ojos de agua. Las dos cosas al mismo tiempo, agridulce como la comida china que tambien me encanta
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