Estanbul es una ciudad rarísima, indescriptible, inasible, inclasificable. Estanbul es una ciudad con un movimiento caótico, frenético, pero no es una ciudad ruidosa: más bien diría lo contrario. Estanbul tiene más de quinientas, quizá más de seiscientas líneas de colectivo. Estanbul tiene ese juego constante, esa tensión indecisa entre antigua y moderna, cristiana y musulmana, asiática y europea. Ciudad de puentes intercontinentales, mezquitas que congelan el tiempo y la mirada, bazares donde no hay nada que no se consiga, nada que no se quiera comprar, y donde hay que tener una autodisciplina casi militar para no sucumbir a los encantos de los mejores vendedores del mundo, que siempre te hacen reir y saben hablar por lo menos cinco idiomas aprendidos de sus clientes.
Ciudad que tiembla cinco veces al día por los ensordecedores bramidos arabezcos que se elevan a gritos como plegarias al cielo desde los altavoces de las mezquitas innumerables. Ciudad acogedora en la que una vez me quisieron besar la mano cuando dije que mi apellido y mis ideales corren en direcciones opuestas. Ciudad donde salí con una japonesa que fotografía incesantemente a su mascota de peluche, un panameño que, como el otro que conozco, le encanta hablar de filosofía sin tener la menor idea, un inglés que vino desde Londres a Estanbul en bicicleta, y un brasilero que, porro de por medio, me relató que una vez fue con dos amigos a una casa de campo en la que se quedaron cuatro días y consumieron, cada uno, cuatro frascos de popper. Y que desde aquella vez se borró casi todo su pasado, no recuerda su infancia, reconoce caras pero no las conecta con nombres, tiene la certeza de que su memoria ha barrido algunas cosas muy importantes en su vida sin dejar la menor huella.
Creo que Estanbul fue la única ciudad donde no escuché argentinos, lo cual demuestra hasta qué punto llega su magia.
Ciudad que en su pretenciosidad parece agotar la condición humana, metrópoli abigarrada que no da respiro y no deja nada por fuera, todos los colores, los tamaños y las formas, los idiomas, las fachadas y las épocas, los aromas, los materiales y los recursos, las texturas, estructuras y quimeras posibles, imaginables. Estanbul es una brasa que derrite deliciosamente la corteza y contenido del verosímil occidental.
En Estanbul tomé litros de jugo de granada y unas cuantas tazas de sahlep, bebida regional de leche caliente con canela y vainilla, que evocó en mi paladar el recuerdo de aquella gloriosa bebida espesa: la chicha. La venezolana, porque la que hacen en Argentina no me gusta.
Ciudad donde todos los días me regalaron algo y donde jugué futbol con decenas de niños en una plaza cuyo límite traspasaba el horizonte.
Ciudad en la que ocurrió un incidente que no comentaré ahora. Sólo diré que mi vuelo Estanbul-Frankfurt no fue arbitrario ni casual.
Ciudad alucinante.
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