martes, 9 de febrero de 2010

Berlín

Berlín es la ciudad más creativa que conocí.
La noche que llegué a Berlín fue la más fría de mi vida, demasiado frío para caminar, para fumar, para hablar: piel muerta.
En Berlín no pagué trenes, buses ni metro.
No sé describir Berlín, tengo recuerdos inconexos, creo que pasaron muchas cosas, demasiadas, a pesar de que estuve un día y medio encerrado.
A Berlín le debo una revancha, en verano.
En Berlín un doctor, que parecía no percatarse de mi pánico supremo a las agujas, me puso cinco inyecciones seguidas, las últimas tres en el pecho.
En Berlín fui a un edificio de cuatro plantas, un bloque viejo, despedazado, que está ocupado por artistas, muchos latinos. Paredes que superponen afiches, grafitis, pinturas, capas de tiempo.
En Berlín fui a bares blancos con camas, a una sala de té japonesa donde te sentás sobre almohadones con diseños de geishas, todo seda y terciopelo, a un bar con una mesa de ping pong donde juegan al mismo tiempo decenas de personas toda la noche.
Berlín, al igual que Estanbul, pero de una manera muy distinta, parece tomar una muestra del mundo, agotar sus posibilidades.
Yo no viví Berlín sino su invierno despiadado.
A veces Berlín parece una pieza de arte expermiental.
Mi primera noche en Berlín fui a un bar que era una casa de ocupas, tocaba una banda chilena que hizo un cover de la Bersuit. En el intermedio, un dj pasaba merengue de los noventas, una tras otra las canciones que llenaban mis noches pre-púberes de minitecas (creo que en Argentina le dicen "asaltos"). Recuerdo escuchar "aquí se viene Azul Azul con este baile que es una bomba", y luego, repiqueteo de tambores: Bombón asesino. Recuerdo haber pensado que nunca en mi vida había visto algo menos atractivo que un alemán que intenta seducir con su baile.
En Berlín me quedé en casa de una amiga, en casa de sus padres, ella peruana que no paraba de alimentarme con comida naturista y prepararme té. Durante dos días se fueron a pasar navidad a Wolfsburgo, y me dejaron las llaves. El depto quedaba en uno de los dos edificios donde filmaron "Good bye Lenin".
Recuerdo un jugo de mango con yoghurt en un restaurant indio.
Recuerdo haber visitado un departamento donde la calefacción era un horno a carbón.
En Berlín casi no tomé fotos, no tuve ganas.
En Berlín me enteré que Leo, el hermano de mi abuelo que murió en Auschwitz, estuvo refugiado en Bélgica durante la guerra.
En Berlín di vueltas suspendido en la noche iglú, sentado en unas altas sillas voladoras que giraban violentas por encima del paisaje urbano que estiraba sus piernas iluminadas.
Un par de veces fui a un antro donde sonaba una música industrial, una maquinaria oscura y electrónica, digamos un NIN potenciado. Recuerdo un ataúd que decía que si ponías una moneda podía pasar algo o no, recuerdo lenguas lesbianas en un rincón apagado, un foco azul, tres tipos escribiendo un ensayo acerca de porqué no había sexo en la Alemania soviética, recuerdo un aire tóxico, una sensación de sótano, y que era el único lugar abierto a esa hora.
En Berlín no sé.
En Berlín el muro, claro, y el nazismo. Recuerdo dos memoriales, dos obras de arte dedicadas al Holocausto. Recuerdo sentirlas con un frío indescriptible, y preguntarme hasta dónde se estira la cuerda de lo que uno puede llamar obra de arte.
Me recuerdo perdido en un lugar lejano, punta este de la ciudad, la noche navideña. Recuerdo las calles vacías, el ambiente hostil, algunos grupos de skinheads y una propuesta homosexual.
De Berlín recuerdo sus tatuajes y sus crestas, y un grupo de chicos que se divertían gritándonos desaforadamente en la cara, a quemaropa, o a quemacara.
Recuerdo estar con dos amigas y quince gramos de maría fresca, recién cortada, en los bolsillos. Recuerdo el aroma penetrante, inocultable, y haber pasado toda la tarde en el museo judío, tiñendo la historia yiddish de fragancias cannábicas.
En Berlín alguien vino a visitarme, alguien con quien meses atrás descubrí mi esquina en Barcelona.
Cerca del centro de Berlín hay una sala con varias sillas y una obra de arte. Se llama la Sala del silencio, y esa es su única función.
Las putas de Berlín serían modelos de alta gama en Sudamérica.
Recuerdo el suelo urbano como un solo bloque de hielo tras la nieve y la lluvia.
Mi última noche en Berlín salí por única vez a caminar solo: salí Berlín. Recuerdo que me detuve y sonaban profundas, con su eco solemne las campanas de la catedral, el repique virtuoso de un percusionista callejero
en su pequeño timbal, el tren queseacercapasayseva dejando pelos revueltos, los graznidos magnéticos, tenebrosos de los cuervos que volaban en círculo alrededor de las cimas afiladas de la catedral gótica y sus faroles viejos. Recuerdo la presencia gris y fantasmal de los monoblocs soviéticos, las fachadas ornamentadas con disparos, una aguja que se levantaba inalcanzable como una torre de babel y desaparecía brumosa en las alturas, una rueda de parque de diversiones que giraba como un goliat de neón, ramas escuálidas, luna llena, noche sin estrellas.

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