Lo mejor que conocí de España.
Diría después de Barcelona, pero Barcelona no es España.
De Granada los laberintos gitanos, la tapa que acompaña cada cerveza, su movimiento incesante de universitarios.
En Granada me quedé dos horas encerrado en el hostel porque la llave no giraba.
De Granada la originalidad de sus grafitis anarquistas.
Granada te emborracha de belleza.
Y La Alhambra, claro, sobre todo La Alhambra: una de las cosas más bellas que vi en el viaje, y he tenido la suerte de ver muchas. Entre Estanbul y esta maravilla, cada vez me pongo más del lado de la estética árabe.
No sé si me atrevo a hablar sobre La Alhambra, sus palacios y jardines y columnas y vistas panorámicas.
No, no me atrevo. Se me complica y prefiero que los pocos que leen esto, digo, vos, que sos la única que lee esto, quizá, y eso le da un sentido a todo, lo vean con sus propios ojos en algún momento, sin ideas preconcebidas. Aunque probablemente ya lo viste.
Poco antes de terminar mi recorrido en La Alhambra, sonó mi celular:
- Hola
- Hola David
- ¿Hola?
- Hola ¿David?
- No, disculpe señor, está equivocado.
- ¿David?- escucho una voz a punto de quebrarse
- No soy David, señor, llamó a un número equivocado
- Perdón, perdón - voz que se interrumpe entre lágrimas y mocos
- No pasa nada, señor
- Perdón, lo siento mucho, perdón - repetía entre gritos apagados, entre ruidos espasmódicos y llanto angustiante.
martes, 9 de marzo de 2010
Crucero en el Caribe
De París volví a Barcelona y después de un par de días volé hasta Panamá al lado de un bebé que no paró de llorar a gritos desde el despegue hasta el aterrizaje.
Al día siguiente, luego de una noche solo en un hotel panameño, llegaron todos y nos subimos al crucero caribeño al que nos invitó mi bobe. Todos: mi bobe, mi vieja, mi hermano, mi tía de Buenos Aires, mi primita y yo.
Tan desacostumbrado al calor, a la familia, a la comodidad. A sentirme burgués. A pasar tardes en un jacuzzi, a comer hasta la arcada, a fumaarme un porro en la punta del barco, viéndolo acercarse y alejarse de la nada abierta y oscura.
Qué gloria reencontrarme con mi hermano, darnos un abrazo, actualizarnos. A mi hermano lo veo, digamos, una vez por año. De las últimas veces que lo vi, una vez había cambiado su manera de hablar y de vestirse, había aprendido a bailar; otra vez tenía el pelo largo y había adelgazado treinta y cinco kilos. Ahora se volvió a cortar el pelo, tiene brakets y su cara es otra, literalmente: meses atrás le hicieron una operación que, siendo por motivos de salud, tuve que ser también estética y entonces otros pómulos, otra mandíbula, otra nariz.
Con mi primita pasé mucho tiempo, largas conversaciones. A veces me sorprende su nivel de madurez. A veces la quiero matar, cuando dice lo mismo que su mamá como si fuera un pensamiento propio y no tiene idea de lo que dice. Aunque seguramente yo a los once años hacía cosas peores. Quienes no nos conocen siempre piensan que somos hermanos.
Con mi tía suele estar todo más que bien, es la más normal (en el buen sentido de la palabra) de las tres hermanas, y es una mujer sin tabues y muy divertida.
A mi bobe la quiero mucho. Es mi bobe. Tenemos varias diferencias, y a veces es muy facha, pero a esta altura casi me da igual, no soy quién para cambiarla ni es fácil cambiar a esa altura de la vida. Y la quiero lo mismo.
Mi vieja. Mmm. Con mi vieja tuvimos nuestras risas, nuestros lindos momentos. Recuerdo una caminata juntos sobre la arena deliciosa de Aruba. Pero mi vieja es una mujer dificil: muy dificil. Digamos que con cierta frecuencia es una burguesa desagradable y desubicada con un talento insólito para crear situaciones incómodas.
La mayoría de la gente del crucero eran nuevos ricos, burguesía esnob y vulgar, apariencia y show off. Por suerte, aunque sea, eran latinos, elemento que siempre añade sabor y resta ceremonia, sobre todo cuando hablamos de Brasil hacia arriba.
Mi familia y yo tenemos conceptos muy distintos de lo que es recorrer un lugar.
Cartagena es pintoresco. Qué adjetivo de mierda. No se me ocurre otro. Es un lugar con muchas cosas para ver, muy jugoso. Algunas postales me sonaron a La Habana.
Santa Marta es un pueblito con pocas cosas para hacer, una playa aceptable y un calor de mercurio. Bolívar merecía una muerte más digna.
De Aruba, la arena. Quizá la más sublime en color y, sobre todo, en textura que pisé en mi vida.
En Curaçao y Bonaire hice mi propia ruta cuando mi familia volvió temprano al crucero. Y valió la pena. Mezcla delirante la de ambas Antillas Holandesas: negros que bailan salsa y beben cerveza Polar (Caribe, indudablemente), pero hablan en holandés entre canales y fachadas al mejor estilo Amsterdam.
En Bonaire me recuerdo solo en el banquito de una plaza, fumando porro y devorando un libro entre silencios y paredes descascaradas de todos los colores y alguna que otra mujer con muchos collares y una cesta de frutas sobre la cabeza.
Al día siguiente, luego de una noche solo en un hotel panameño, llegaron todos y nos subimos al crucero caribeño al que nos invitó mi bobe. Todos: mi bobe, mi vieja, mi hermano, mi tía de Buenos Aires, mi primita y yo.
Tan desacostumbrado al calor, a la familia, a la comodidad. A sentirme burgués. A pasar tardes en un jacuzzi, a comer hasta la arcada, a fumaarme un porro en la punta del barco, viéndolo acercarse y alejarse de la nada abierta y oscura.
Qué gloria reencontrarme con mi hermano, darnos un abrazo, actualizarnos. A mi hermano lo veo, digamos, una vez por año. De las últimas veces que lo vi, una vez había cambiado su manera de hablar y de vestirse, había aprendido a bailar; otra vez tenía el pelo largo y había adelgazado treinta y cinco kilos. Ahora se volvió a cortar el pelo, tiene brakets y su cara es otra, literalmente: meses atrás le hicieron una operación que, siendo por motivos de salud, tuve que ser también estética y entonces otros pómulos, otra mandíbula, otra nariz.
Con mi primita pasé mucho tiempo, largas conversaciones. A veces me sorprende su nivel de madurez. A veces la quiero matar, cuando dice lo mismo que su mamá como si fuera un pensamiento propio y no tiene idea de lo que dice. Aunque seguramente yo a los once años hacía cosas peores. Quienes no nos conocen siempre piensan que somos hermanos.
Con mi tía suele estar todo más que bien, es la más normal (en el buen sentido de la palabra) de las tres hermanas, y es una mujer sin tabues y muy divertida.
A mi bobe la quiero mucho. Es mi bobe. Tenemos varias diferencias, y a veces es muy facha, pero a esta altura casi me da igual, no soy quién para cambiarla ni es fácil cambiar a esa altura de la vida. Y la quiero lo mismo.
Mi vieja. Mmm. Con mi vieja tuvimos nuestras risas, nuestros lindos momentos. Recuerdo una caminata juntos sobre la arena deliciosa de Aruba. Pero mi vieja es una mujer dificil: muy dificil. Digamos que con cierta frecuencia es una burguesa desagradable y desubicada con un talento insólito para crear situaciones incómodas.
La mayoría de la gente del crucero eran nuevos ricos, burguesía esnob y vulgar, apariencia y show off. Por suerte, aunque sea, eran latinos, elemento que siempre añade sabor y resta ceremonia, sobre todo cuando hablamos de Brasil hacia arriba.
Mi familia y yo tenemos conceptos muy distintos de lo que es recorrer un lugar.
Cartagena es pintoresco. Qué adjetivo de mierda. No se me ocurre otro. Es un lugar con muchas cosas para ver, muy jugoso. Algunas postales me sonaron a La Habana.
Santa Marta es un pueblito con pocas cosas para hacer, una playa aceptable y un calor de mercurio. Bolívar merecía una muerte más digna.
De Aruba, la arena. Quizá la más sublime en color y, sobre todo, en textura que pisé en mi vida.
En Curaçao y Bonaire hice mi propia ruta cuando mi familia volvió temprano al crucero. Y valió la pena. Mezcla delirante la de ambas Antillas Holandesas: negros que bailan salsa y beben cerveza Polar (Caribe, indudablemente), pero hablan en holandés entre canales y fachadas al mejor estilo Amsterdam.
En Bonaire me recuerdo solo en el banquito de una plaza, fumando porro y devorando un libro entre silencios y paredes descascaradas de todos los colores y alguna que otra mujer con muchos collares y una cesta de frutas sobre la cabeza.
París
París es un balcón y un gesto malhumorado en la cara de un tipo canoso de sobretodo negro parado en el metro.
París es la estela que deja una actitud con la que se lleva una bufanda.
París es un personaje de Cortázar.
París es una chica de azúcar que camina con una boina roja, la nariz un poco levantada y una rosa en la mano.
París es una ceniza larga que cuelga de un cigarrillo que cuelga de una mano que cuelga de un brazo que cuelga de un cuerpo que anda lento junto al Sena con la mirada gris perdida.
París es la estela que deja una actitud con la que se lleva una bufanda.
París es un personaje de Cortázar.
París es una chica de azúcar que camina con una boina roja, la nariz un poco levantada y una rosa en la mano.
París es una ceniza larga que cuelga de un cigarrillo que cuelga de una mano que cuelga de un brazo que cuelga de un cuerpo que anda lento junto al Sena con la mirada gris perdida.
Budapest y Viena
Budapest, igual que Bélgica, es un lugar al que me hubiera gustado dedicarle más tiempo.
En Budapest conocí a un productor de CQC que era un tanto arrogante y que me dijo que venía de Viena e iba Berlín, y tres días después me lo volví a cruzar en una instalación audiovisual en Kunsthalle, en Viena.
Budapest me recordó un poco a Praga.
En Budapest tienen la mano milenario de un fraile expuesta en la entrada de una catedral.
En Budapest fui a un museo, "La casa del terror", que fue un centro clandestino de detención, tortura y asesinato, primero utilizado por los nazis y luego por los comunistas. Fue uno de los lugares más interesantes que conocí en el viaje, aunque me pareció tendenciosamente derechoso.
En Budaoest conocí varias personas que fueron por unos días, se enamoraron de la ciudad y se quedaron a vivir.
Me quedé con muchas ganas de ir a un lugar en las afueras, el museo al aire libre más grande de Europa, un campo vasto donde depositaron cientos de majestuosas estatuas comunistas luego de la caída de la URSS, y simplemente descansan ahí.
Budapest tiene un poco de varios lugares de Europa, y al mismo tiempo algo muy propio. Tiene, también, la sinagoga más grande del continente y la arquitectura más indefinible, no-descodificable, raramente fascinante que vi en el viaje.
Me cuesta escribir sobre Budapest porque fue hace mucho y pasaron tantas cosas en el medio.
Budapest fue la mejor sorpresa de este viaje.
En Budapest toman tequila sin sal y sin limón, pero con naranja y canela, ambas posteriores al trago.
Lo mejor de Budapest está escondido en una montaña en la que uno cree, de lejos, que nada más hay un castillo y un monumento.
En Viena fui a la ópera a ver Manón, al zoológico más viejo de Europa, quizá del mundo, a un palacio de irreales jardines nevados.
En Viene fue la única vez que me agarraron viajando sin ticket, aunque al final sólo pagué la mitad de la multa (la otra mitad debía pagarla al día siguiente en el Banco Central, bajo amenaza de que no me dejarían salir del país cuando llegase al aeropuerto, pero como mi vuelo saía desde Bratislava, no me preocupé).
En Viena me perdí en el cementerio central, kilométrico, cientos de miles de tumbas. Oscurecía, estaba solo y la nieve no cesaba de estrellarse contra mi cara como copos kamikazes.
Viena me pareció una ciudad un tanto facha, tirás un papel al suelo y te miran como si fueses un violador serial.
Viena tiene algunos de los mejores museos de Europa, y sin duda es una ciudad bella pero, honestamente, no me conmovió.
De Eindhoven y Bratislava no quiero decir nada porque estuve muy poco tiempo.
En Budapest conocí a un productor de CQC que era un tanto arrogante y que me dijo que venía de Viena e iba Berlín, y tres días después me lo volví a cruzar en una instalación audiovisual en Kunsthalle, en Viena.
Budapest me recordó un poco a Praga.
En Budapest tienen la mano milenario de un fraile expuesta en la entrada de una catedral.
En Budapest fui a un museo, "La casa del terror", que fue un centro clandestino de detención, tortura y asesinato, primero utilizado por los nazis y luego por los comunistas. Fue uno de los lugares más interesantes que conocí en el viaje, aunque me pareció tendenciosamente derechoso.
En Budaoest conocí varias personas que fueron por unos días, se enamoraron de la ciudad y se quedaron a vivir.
Me quedé con muchas ganas de ir a un lugar en las afueras, el museo al aire libre más grande de Europa, un campo vasto donde depositaron cientos de majestuosas estatuas comunistas luego de la caída de la URSS, y simplemente descansan ahí.
Budapest tiene un poco de varios lugares de Europa, y al mismo tiempo algo muy propio. Tiene, también, la sinagoga más grande del continente y la arquitectura más indefinible, no-descodificable, raramente fascinante que vi en el viaje.
Me cuesta escribir sobre Budapest porque fue hace mucho y pasaron tantas cosas en el medio.
Budapest fue la mejor sorpresa de este viaje.
En Budapest toman tequila sin sal y sin limón, pero con naranja y canela, ambas posteriores al trago.
Lo mejor de Budapest está escondido en una montaña en la que uno cree, de lejos, que nada más hay un castillo y un monumento.
En Viena fui a la ópera a ver Manón, al zoológico más viejo de Europa, quizá del mundo, a un palacio de irreales jardines nevados.
En Viene fue la única vez que me agarraron viajando sin ticket, aunque al final sólo pagué la mitad de la multa (la otra mitad debía pagarla al día siguiente en el Banco Central, bajo amenaza de que no me dejarían salir del país cuando llegase al aeropuerto, pero como mi vuelo saía desde Bratislava, no me preocupé).
En Viena me perdí en el cementerio central, kilométrico, cientos de miles de tumbas. Oscurecía, estaba solo y la nieve no cesaba de estrellarse contra mi cara como copos kamikazes.
Viena me pareció una ciudad un tanto facha, tirás un papel al suelo y te miran como si fueses un violador serial.
Viena tiene algunos de los mejores museos de Europa, y sin duda es una ciudad bella pero, honestamente, no me conmovió.
De Eindhoven y Bratislava no quiero decir nada porque estuve muy poco tiempo.
viernes, 26 de febrero de 2010
Praga
Praga es un cuento de hadas medieval.
Recuerdo caminar por una calle de fachadas en medialuna, fachadas que parecen viejas senioras, y al final subir unas escaleras en rombo, empezar a caminar bajo la lluvia sobre un puente ancho que es peatonal adoquinada, bajar la cabeza para prender un cigarrillo, ver de reojo las pequenias estatuas de la baranda agazapadas en la oscuridad, levantar de pronto la cabeza y ver una yuxtaposicion panoramica de castillos, torres, arcos, palacios, catedrales medievales. Fue la primera impresion que mas me quedo grabada en todo el viaje.
De Praga recuerdo la belleza de sus chicas, el sabor de su cerveza, la movida de jazz y de teatro. Recuerdo que en el Teatro Nacional daban Dogville, y desee como nunca saber hablar checo.
En Praga hay una sinagoga que recuerda a Aladino.
En Praga tendrian que calentar mas el cafe con leche.
En Praga fui a un mercado donde esperaba encontrar de todo menos aquella gran planicie nevada y unos pocos puestos que vendian muniecas rotas, teclados inservibles y tuercas, martillos, destornilladores.
En Praga las escaleras del metro son muy largas y muy empinadas y bajan muy rapido.
En Praga la ciudad nevada se me desplego como una hoja en blanco.
De Praga sus puentes y sus fachadas. Todos y todas.
En Praga fui lejos, ultima estacion de metro y caminata, hasta llegar a lo que queda de comunista en esa ciudad. Monobloques babilonicos, goliats homogeneos donde se escucha todo. TODO.
En un puente de Praga un artista tocaba un concierto de musica clasica deslizando sus dedos alrededor de veinte copas con distintas cantidades de agua.
Praga es la ciudad mas encantadora que conoci en mi vida.
Recuerdo caminar por una calle de fachadas en medialuna, fachadas que parecen viejas senioras, y al final subir unas escaleras en rombo, empezar a caminar bajo la lluvia sobre un puente ancho que es peatonal adoquinada, bajar la cabeza para prender un cigarrillo, ver de reojo las pequenias estatuas de la baranda agazapadas en la oscuridad, levantar de pronto la cabeza y ver una yuxtaposicion panoramica de castillos, torres, arcos, palacios, catedrales medievales. Fue la primera impresion que mas me quedo grabada en todo el viaje.
De Praga recuerdo la belleza de sus chicas, el sabor de su cerveza, la movida de jazz y de teatro. Recuerdo que en el Teatro Nacional daban Dogville, y desee como nunca saber hablar checo.
En Praga hay una sinagoga que recuerda a Aladino.
En Praga tendrian que calentar mas el cafe con leche.
En Praga fui a un mercado donde esperaba encontrar de todo menos aquella gran planicie nevada y unos pocos puestos que vendian muniecas rotas, teclados inservibles y tuercas, martillos, destornilladores.
En Praga las escaleras del metro son muy largas y muy empinadas y bajan muy rapido.
En Praga la ciudad nevada se me desplego como una hoja en blanco.
De Praga sus puentes y sus fachadas. Todos y todas.
En Praga fui lejos, ultima estacion de metro y caminata, hasta llegar a lo que queda de comunista en esa ciudad. Monobloques babilonicos, goliats homogeneos donde se escucha todo. TODO.
En un puente de Praga un artista tocaba un concierto de musica clasica deslizando sus dedos alrededor de veinte copas con distintas cantidades de agua.
Praga es la ciudad mas encantadora que conoci en mi vida.
miércoles, 10 de febrero de 2010
Bruselas, Brujas, Gent, Amsterdam
A Belgica me hubiese gustado dedicarle mas tiempo, pero fue una de las pocas veces en el viaje que estuve apurado, apretado entre pasajes, entre Praga y Amsterdam. Las cosas se dieron asi.
De Bruselas recuerdo grandes concentraciones de velos y ruidos de sirenas.
Recuerdo que tenia algunas zonas bastante feas.
Recuerdo que tiene, quiza, los bares que mas me han gustado en Europa. Y tambien los faroles. Y muchos murales de caricaturas en las calles. Y en el metro. Me encanta.
Me gusto la gente. Los belgas en general. Son como los franceses pero más relajados, menos amargados.
En Bruselas, despues de mucho andar y perderme una tarde entera, llegue al edificio donde nacio Cortazar. Hay, en la plaza de al lado, un busto de él, que me pareció que no representaba demasiado bien a su homenajeado. Quizó un poco solemne. En la fachada del edificio, tal vez un poco demasiado arriba, y chiquita, hay una placa que dice que Julio nacio ahi. La linea de abajo agrega: enormisimo cronopio.
Bruselas la vivi en, cómo decirlo; ¿saben cuando se sientan a ver una pelicula y a las dos horas saben que vieron una película pero no se acuerdan mucho, fueron más bien imágenes que pasaron frente a sus ojos? Bueno, algo así.
Gent:
La noche nos atrapa entre sus piernas abiertas desplegadas, siempre con sus serpentinas y su cara de mujers, siempre agarrada las manos a la fiesta, la ciudad, la poesia: todas ellas hermosas mujeres. Mi despertador sonara cuando todavia este oscuro, ya sabe, los horarios, los trenes, pero a nadiele importa, nunca es excusa: la noche esta para vivirla. En este caso, en este momento, para vivirla sentado en una silla verde lima, los codos, la cerveza, este cuaderno apoyados sobre un mantel plastico rojo con puniados de fresas estampados. Suena el tema de la Guerra de las galaxias. Levanto la cabeza y veo un televisor de catorce pulgadas, anios setenta, sesenta quiza, cuelga una lampara de barbies desnudas, hay desparramados muniecos de Winnie Pooh, platos viejos marrones y amarillos cuelgan del techo, clavados en la pared hay fotos de Elvis, relojes muertos con forma de flecha, macetas con flores plasticas marchitas, decenas de cabezas plasticas de venado, discos de vinilo, afiches de publicidades antiguas, barcos de juguete, grandes hojas de palmera, radios de la generacion de nusetros abuelos, un par de ventiladores inservibles, fotos repetidas de Mariyn Monroe con rosas pegadas con cinta scotch cruzandole la boca, un cuadro de Jesus dandole de comer a un perro en el crepusculo, un telefono hamburguesa, un munieco a escala real de una monja frente a un microfono con una bufanda de cotillon abrazandole el cuello. Hay eso y una grafica rectangular con tres imagenes identicas de la musa de este lugar: Divine. El bar se llama Pink Flamingos, y su ornamento kitsch hasta el sinsentido es un tributo a esa pelicula tan mala, tan bizarra, tan absurda y desagradable que al terminar no nos deja otra opcion que ponernos de pie y aplaudir y gritar bravo, bravo, entre silbidos de violenta, descolocada maravilla.
No hay nada para pescar y entonces rescato a Julio, lo saco entre el torbellino de porquerias acumuladas en mi bolso. Mientras aplasto un cigarrillo leo un texto entraniable que habla de la amistad patafisica con un hombre que se acaba de suicidar, una no-necrologica al mejor estilo cronopio, unas palabras que son copa de vino tinto, y cuando me doy de bruces con el punto final no se si llorar, hacer gargaras, dar vueltas desaforadamente como un trompo. Nadando entre ideas dispares leo que Cley, el poeta fallecido, y Yoyó, una escultura de bronce que reposa en el brazo de un sillón del departamento parisino de Cortázar, desde el principio tuvieron "una relación personal y directa", eran como "compadres para salir por las noches de Gent". A buen entendedor...
Brujas es muy lindo. Quizá demasiado lindo. Brujas es una postal. Brujas es la versión Disney de Gent.
´
De Amsterdam recuerdo poco. Sobre todo sus tormentas de nieve y sus diez grados bajo cero. En Amsterdam tomábamos una copa de absenta todas las noches. Y fumábamos porro todo el día. Es que el clima te obligaba a refugiarte. El clima fue uno de los dos motivos por los cuales contra toda predicción, no comí hongos en Amsterdam. Amé el museo de Van Gogh.
Amsterdam, Brujas, a veces Gent son juguetes, casas de muñeca, ciudades de torta. Igual que el Parc Guell, siempre me recuerdan a Tim Burton.
De Bruselas recuerdo grandes concentraciones de velos y ruidos de sirenas.
Recuerdo que tenia algunas zonas bastante feas.
Recuerdo que tiene, quiza, los bares que mas me han gustado en Europa. Y tambien los faroles. Y muchos murales de caricaturas en las calles. Y en el metro. Me encanta.
Me gusto la gente. Los belgas en general. Son como los franceses pero más relajados, menos amargados.
En Bruselas, despues de mucho andar y perderme una tarde entera, llegue al edificio donde nacio Cortazar. Hay, en la plaza de al lado, un busto de él, que me pareció que no representaba demasiado bien a su homenajeado. Quizó un poco solemne. En la fachada del edificio, tal vez un poco demasiado arriba, y chiquita, hay una placa que dice que Julio nacio ahi. La linea de abajo agrega: enormisimo cronopio.
Bruselas la vivi en, cómo decirlo; ¿saben cuando se sientan a ver una pelicula y a las dos horas saben que vieron una película pero no se acuerdan mucho, fueron más bien imágenes que pasaron frente a sus ojos? Bueno, algo así.
Gent:
La noche nos atrapa entre sus piernas abiertas desplegadas, siempre con sus serpentinas y su cara de mujers, siempre agarrada las manos a la fiesta, la ciudad, la poesia: todas ellas hermosas mujeres. Mi despertador sonara cuando todavia este oscuro, ya sabe, los horarios, los trenes, pero a nadiele importa, nunca es excusa: la noche esta para vivirla. En este caso, en este momento, para vivirla sentado en una silla verde lima, los codos, la cerveza, este cuaderno apoyados sobre un mantel plastico rojo con puniados de fresas estampados. Suena el tema de la Guerra de las galaxias. Levanto la cabeza y veo un televisor de catorce pulgadas, anios setenta, sesenta quiza, cuelga una lampara de barbies desnudas, hay desparramados muniecos de Winnie Pooh, platos viejos marrones y amarillos cuelgan del techo, clavados en la pared hay fotos de Elvis, relojes muertos con forma de flecha, macetas con flores plasticas marchitas, decenas de cabezas plasticas de venado, discos de vinilo, afiches de publicidades antiguas, barcos de juguete, grandes hojas de palmera, radios de la generacion de nusetros abuelos, un par de ventiladores inservibles, fotos repetidas de Mariyn Monroe con rosas pegadas con cinta scotch cruzandole la boca, un cuadro de Jesus dandole de comer a un perro en el crepusculo, un telefono hamburguesa, un munieco a escala real de una monja frente a un microfono con una bufanda de cotillon abrazandole el cuello. Hay eso y una grafica rectangular con tres imagenes identicas de la musa de este lugar: Divine. El bar se llama Pink Flamingos, y su ornamento kitsch hasta el sinsentido es un tributo a esa pelicula tan mala, tan bizarra, tan absurda y desagradable que al terminar no nos deja otra opcion que ponernos de pie y aplaudir y gritar bravo, bravo, entre silbidos de violenta, descolocada maravilla.
No hay nada para pescar y entonces rescato a Julio, lo saco entre el torbellino de porquerias acumuladas en mi bolso. Mientras aplasto un cigarrillo leo un texto entraniable que habla de la amistad patafisica con un hombre que se acaba de suicidar, una no-necrologica al mejor estilo cronopio, unas palabras que son copa de vino tinto, y cuando me doy de bruces con el punto final no se si llorar, hacer gargaras, dar vueltas desaforadamente como un trompo. Nadando entre ideas dispares leo que Cley, el poeta fallecido, y Yoyó, una escultura de bronce que reposa en el brazo de un sillón del departamento parisino de Cortázar, desde el principio tuvieron "una relación personal y directa", eran como "compadres para salir por las noches de Gent". A buen entendedor...
Brujas es muy lindo. Quizá demasiado lindo. Brujas es una postal. Brujas es la versión Disney de Gent.
´
De Amsterdam recuerdo poco. Sobre todo sus tormentas de nieve y sus diez grados bajo cero. En Amsterdam tomábamos una copa de absenta todas las noches. Y fumábamos porro todo el día. Es que el clima te obligaba a refugiarte. El clima fue uno de los dos motivos por los cuales contra toda predicción, no comí hongos en Amsterdam. Amé el museo de Van Gogh.
Amsterdam, Brujas, a veces Gent son juguetes, casas de muñeca, ciudades de torta. Igual que el Parc Guell, siempre me recuerdan a Tim Burton.
Bielefeld, Öelde, Dortmund, Trier, Schweich
Llegué a Bielefeld sabiendo que aquella noche estaría todo cerrado, que no encontraría lugar para dormir, así que caminé un rato por la ciudad y luego fui a su pequeña estación de trenes y me senté en un banco a leer, intenté en vano dormir, pasaba gente, me veían raro, mucha juventud borracha y al lado mío, por supuesto, un Mc Donalds, lo único abierto un veinticinco de diciembre a la madrugada y claro, cuando uno no tiene opciones ni las busca tenazmente, termina preguntándole al cajero qué tiene por un euro, se compra una hamburguesa de pollo que devora en tres mordiscos y un capuccino que estira a sorbos espaciados y se pone a escribir, en medio del bullicio general escribe sobre otras ciudades, se acerca una chica tambaleante, hace un par de preguntas (de parte de su amiga, que espera espía en la mesa de atrás), se van, pide otro capuccino, pasa un rato, dos voces lo llaman de la mesa de al lado, son cuatro chicas de ojitos rojos, una le lanza una pregunta retórica que remata con un piropo etílico, las otras tres estallan en carcajadas, charlan un poco, se van, entonces intenta dormir de nuevo, casi lo logra cuando lo interrumpen dos policías y le hacen el interrogatorio correspondiente, todo está bien, averigua cuándo sale el próximo tren hacia su destino, contra su costumbre compra un pasaje (piensa que la situación lo amerita), se dirige al andén, se distrae y se cierra la puerta del vagón, por enésima vez se cierra la puerta del vagón pero esta vez respira tranquilo, no le importa, se toma el próximo tren y llega a Öelde, el pueblito donde nació su abuela.
No sé bien qué decir sobre Öelde. Es tarde y tengo sueño. Y fue hace mucho. Digamos que hice lo que quería hacer: caminar el pueblito de mi oma, conocer el lugar donde se crió, escarbar raíces, visitar el cementerio y buscar dos apellidos. En el único cine del pueblo daban una película infantil que no sé de qué trataba y nunca más la escuché nombrar. La película se llamaba Niko.
Intuía que en Dortmund pasaría lo mismo que en Bielefeld, la noche profunda, la mochila pesada, el frío despiadado, la ciudad desconocida, todo cerrado, nadie en la calle, nada en la calle, perderme largamente, perderme hasta desesperarme, rozar con el rabillo del ojo el cartel de un hostel casi a ras de suelo, tocar timbre para volver a sentir vida en mi dedo índice, aparece alguien y me dice que está cerrado, pero sucumbe ante sus valores cristianos y lo abre sólo para mí.
Trier fue una sorpresa muy grata. Mis expectativas, basadas en mi ignorancia, no eran altas. Algo había escuchado de la Porta Nigra y de la casa de Marx: nada más. A decir verdad, el museo de Carlitos es más bien decepcionante, yo esperaba manuscritos, novedades, reliquias, y en cambio me encontré minuciosamente desplegada la historia de sus ideas y las consecuencias/influencias que tuvieron, las zonas que permearon: y todo eso ya me lo enseñan en la universidad.
Fuera de eso, es una ciudad hermosísima, la ciudad más vieja de Alemania, plagada de construcciones antiquísimas, que caminé de punta a punta: me la fumé.
En la oficina de turismo de Schweich me crucé al intendente. Le conté mi historia, los motivos que me llevaban a visitar aquel pueblito tan poco visitado. Conmovido, el señor organizó mi día, me abrió contactos. Caminé por el lugar horas y horas, pasé por la casa donde nació mi abuelo, me perdí, me encontré. Mi sonrisa era imborrable. En la sinagoga me recibió el viejito que la cuida, la abrió para mi, me contó la historia. En la entrada, tras una vidriera, se exhibían varias fotos de hace un par de décadas, cuando, tras una iniciativa de la municipalidad, volvieron a Schweich después de cincuenta años los pocos judíos sobrevivientes que allí nacieron, para la reinauguración de la sinagoga. En la foto estaban mi oma, mi opa, su hermano y la esposa. Cómo lloré. Después, junto con el viejito y el intendente, fuimos al cementerio judío, donde quizá la mitad de las tumbas tienen mi apellido. Caía el sol cuando me llevaron a la casa del ex intendente, un demócrata en tiempos nazis, el encargado, décadas más tarde, de la recomposición de la relación con la comunidad judía. Un amigo de mi opa. Me recibió en su casa con una sonrisa de sorpresa, con ojos brillantes, y no me quería dejar ir. Yo tampoco quería irme. Charlamos un rato largo, y me regaló una botella de vino de Schweich y una foto de la sinagoga de hace noventa años.
Es que uno es injusto con las ciudades. Las respira, las palpa, las exprime y luego, en otro tiempo, en otra ciudad, abre un cuaderno e intenta volcar algo que transmita un poco esas sensaciones. Intenta enjaular ciudades, resumir su jugo en un trago. Y para eso los recuerdos, siempre parciales, siempre distorsionados, siempre ficciones. Entonces no es justo y qué rabia. Pero imagino cómo sería no hacerlo, no desdoblarme en el papel, y entonces pienso que qué le hace otra raya al tigre, que total el mundo, la vida, están llenos de injusticias, y que las hay peores.
No sé bien qué decir sobre Öelde. Es tarde y tengo sueño. Y fue hace mucho. Digamos que hice lo que quería hacer: caminar el pueblito de mi oma, conocer el lugar donde se crió, escarbar raíces, visitar el cementerio y buscar dos apellidos. En el único cine del pueblo daban una película infantil que no sé de qué trataba y nunca más la escuché nombrar. La película se llamaba Niko.
Intuía que en Dortmund pasaría lo mismo que en Bielefeld, la noche profunda, la mochila pesada, el frío despiadado, la ciudad desconocida, todo cerrado, nadie en la calle, nada en la calle, perderme largamente, perderme hasta desesperarme, rozar con el rabillo del ojo el cartel de un hostel casi a ras de suelo, tocar timbre para volver a sentir vida en mi dedo índice, aparece alguien y me dice que está cerrado, pero sucumbe ante sus valores cristianos y lo abre sólo para mí.
Trier fue una sorpresa muy grata. Mis expectativas, basadas en mi ignorancia, no eran altas. Algo había escuchado de la Porta Nigra y de la casa de Marx: nada más. A decir verdad, el museo de Carlitos es más bien decepcionante, yo esperaba manuscritos, novedades, reliquias, y en cambio me encontré minuciosamente desplegada la historia de sus ideas y las consecuencias/influencias que tuvieron, las zonas que permearon: y todo eso ya me lo enseñan en la universidad.
Fuera de eso, es una ciudad hermosísima, la ciudad más vieja de Alemania, plagada de construcciones antiquísimas, que caminé de punta a punta: me la fumé.
En la oficina de turismo de Schweich me crucé al intendente. Le conté mi historia, los motivos que me llevaban a visitar aquel pueblito tan poco visitado. Conmovido, el señor organizó mi día, me abrió contactos. Caminé por el lugar horas y horas, pasé por la casa donde nació mi abuelo, me perdí, me encontré. Mi sonrisa era imborrable. En la sinagoga me recibió el viejito que la cuida, la abrió para mi, me contó la historia. En la entrada, tras una vidriera, se exhibían varias fotos de hace un par de décadas, cuando, tras una iniciativa de la municipalidad, volvieron a Schweich después de cincuenta años los pocos judíos sobrevivientes que allí nacieron, para la reinauguración de la sinagoga. En la foto estaban mi oma, mi opa, su hermano y la esposa. Cómo lloré. Después, junto con el viejito y el intendente, fuimos al cementerio judío, donde quizá la mitad de las tumbas tienen mi apellido. Caía el sol cuando me llevaron a la casa del ex intendente, un demócrata en tiempos nazis, el encargado, décadas más tarde, de la recomposición de la relación con la comunidad judía. Un amigo de mi opa. Me recibió en su casa con una sonrisa de sorpresa, con ojos brillantes, y no me quería dejar ir. Yo tampoco quería irme. Charlamos un rato largo, y me regaló una botella de vino de Schweich y una foto de la sinagoga de hace noventa años.
Es que uno es injusto con las ciudades. Las respira, las palpa, las exprime y luego, en otro tiempo, en otra ciudad, abre un cuaderno e intenta volcar algo que transmita un poco esas sensaciones. Intenta enjaular ciudades, resumir su jugo en un trago. Y para eso los recuerdos, siempre parciales, siempre distorsionados, siempre ficciones. Entonces no es justo y qué rabia. Pero imagino cómo sería no hacerlo, no desdoblarme en el papel, y entonces pienso que qué le hace otra raya al tigre, que total el mundo, la vida, están llenos de injusticias, y que las hay peores.
martes, 9 de febrero de 2010
Berlín
Berlín es la ciudad más creativa que conocí.
La noche que llegué a Berlín fue la más fría de mi vida, demasiado frío para caminar, para fumar, para hablar: piel muerta.
En Berlín no pagué trenes, buses ni metro.
No sé describir Berlín, tengo recuerdos inconexos, creo que pasaron muchas cosas, demasiadas, a pesar de que estuve un día y medio encerrado.
A Berlín le debo una revancha, en verano.
En Berlín un doctor, que parecía no percatarse de mi pánico supremo a las agujas, me puso cinco inyecciones seguidas, las últimas tres en el pecho.
En Berlín fui a un edificio de cuatro plantas, un bloque viejo, despedazado, que está ocupado por artistas, muchos latinos. Paredes que superponen afiches, grafitis, pinturas, capas de tiempo.
En Berlín fui a bares blancos con camas, a una sala de té japonesa donde te sentás sobre almohadones con diseños de geishas, todo seda y terciopelo, a un bar con una mesa de ping pong donde juegan al mismo tiempo decenas de personas toda la noche.
Berlín, al igual que Estanbul, pero de una manera muy distinta, parece tomar una muestra del mundo, agotar sus posibilidades.
Yo no viví Berlín sino su invierno despiadado.
A veces Berlín parece una pieza de arte expermiental.
Mi primera noche en Berlín fui a un bar que era una casa de ocupas, tocaba una banda chilena que hizo un cover de la Bersuit. En el intermedio, un dj pasaba merengue de los noventas, una tras otra las canciones que llenaban mis noches pre-púberes de minitecas (creo que en Argentina le dicen "asaltos"). Recuerdo escuchar "aquí se viene Azul Azul con este baile que es una bomba", y luego, repiqueteo de tambores: Bombón asesino. Recuerdo haber pensado que nunca en mi vida había visto algo menos atractivo que un alemán que intenta seducir con su baile.
En Berlín me quedé en casa de una amiga, en casa de sus padres, ella peruana que no paraba de alimentarme con comida naturista y prepararme té. Durante dos días se fueron a pasar navidad a Wolfsburgo, y me dejaron las llaves. El depto quedaba en uno de los dos edificios donde filmaron "Good bye Lenin".
Recuerdo un jugo de mango con yoghurt en un restaurant indio.
Recuerdo haber visitado un departamento donde la calefacción era un horno a carbón.
En Berlín casi no tomé fotos, no tuve ganas.
En Berlín me enteré que Leo, el hermano de mi abuelo que murió en Auschwitz, estuvo refugiado en Bélgica durante la guerra.
En Berlín di vueltas suspendido en la noche iglú, sentado en unas altas sillas voladoras que giraban violentas por encima del paisaje urbano que estiraba sus piernas iluminadas.
Un par de veces fui a un antro donde sonaba una música industrial, una maquinaria oscura y electrónica, digamos un NIN potenciado. Recuerdo un ataúd que decía que si ponías una moneda podía pasar algo o no, recuerdo lenguas lesbianas en un rincón apagado, un foco azul, tres tipos escribiendo un ensayo acerca de porqué no había sexo en la Alemania soviética, recuerdo un aire tóxico, una sensación de sótano, y que era el único lugar abierto a esa hora.
En Berlín no sé.
En Berlín el muro, claro, y el nazismo. Recuerdo dos memoriales, dos obras de arte dedicadas al Holocausto. Recuerdo sentirlas con un frío indescriptible, y preguntarme hasta dónde se estira la cuerda de lo que uno puede llamar obra de arte.
Me recuerdo perdido en un lugar lejano, punta este de la ciudad, la noche navideña. Recuerdo las calles vacías, el ambiente hostil, algunos grupos de skinheads y una propuesta homosexual.
De Berlín recuerdo sus tatuajes y sus crestas, y un grupo de chicos que se divertían gritándonos desaforadamente en la cara, a quemaropa, o a quemacara.
Recuerdo estar con dos amigas y quince gramos de maría fresca, recién cortada, en los bolsillos. Recuerdo el aroma penetrante, inocultable, y haber pasado toda la tarde en el museo judío, tiñendo la historia yiddish de fragancias cannábicas.
En Berlín alguien vino a visitarme, alguien con quien meses atrás descubrí mi esquina en Barcelona.
Cerca del centro de Berlín hay una sala con varias sillas y una obra de arte. Se llama la Sala del silencio, y esa es su única función.
Las putas de Berlín serían modelos de alta gama en Sudamérica.
Recuerdo el suelo urbano como un solo bloque de hielo tras la nieve y la lluvia.
Mi última noche en Berlín salí por única vez a caminar solo: salí Berlín. Recuerdo que me detuve y sonaban profundas, con su eco solemne las campanas de la catedral, el repique virtuoso de un percusionista callejero
en su pequeño timbal, el tren queseacercapasayseva dejando pelos revueltos, los graznidos magnéticos, tenebrosos de los cuervos que volaban en círculo alrededor de las cimas afiladas de la catedral gótica y sus faroles viejos. Recuerdo la presencia gris y fantasmal de los monoblocs soviéticos, las fachadas ornamentadas con disparos, una aguja que se levantaba inalcanzable como una torre de babel y desaparecía brumosa en las alturas, una rueda de parque de diversiones que giraba como un goliat de neón, ramas escuálidas, luna llena, noche sin estrellas.
La noche que llegué a Berlín fue la más fría de mi vida, demasiado frío para caminar, para fumar, para hablar: piel muerta.
En Berlín no pagué trenes, buses ni metro.
No sé describir Berlín, tengo recuerdos inconexos, creo que pasaron muchas cosas, demasiadas, a pesar de que estuve un día y medio encerrado.
A Berlín le debo una revancha, en verano.
En Berlín un doctor, que parecía no percatarse de mi pánico supremo a las agujas, me puso cinco inyecciones seguidas, las últimas tres en el pecho.
En Berlín fui a un edificio de cuatro plantas, un bloque viejo, despedazado, que está ocupado por artistas, muchos latinos. Paredes que superponen afiches, grafitis, pinturas, capas de tiempo.
En Berlín fui a bares blancos con camas, a una sala de té japonesa donde te sentás sobre almohadones con diseños de geishas, todo seda y terciopelo, a un bar con una mesa de ping pong donde juegan al mismo tiempo decenas de personas toda la noche.
Berlín, al igual que Estanbul, pero de una manera muy distinta, parece tomar una muestra del mundo, agotar sus posibilidades.
Yo no viví Berlín sino su invierno despiadado.
A veces Berlín parece una pieza de arte expermiental.
Mi primera noche en Berlín fui a un bar que era una casa de ocupas, tocaba una banda chilena que hizo un cover de la Bersuit. En el intermedio, un dj pasaba merengue de los noventas, una tras otra las canciones que llenaban mis noches pre-púberes de minitecas (creo que en Argentina le dicen "asaltos"). Recuerdo escuchar "aquí se viene Azul Azul con este baile que es una bomba", y luego, repiqueteo de tambores: Bombón asesino. Recuerdo haber pensado que nunca en mi vida había visto algo menos atractivo que un alemán que intenta seducir con su baile.
En Berlín me quedé en casa de una amiga, en casa de sus padres, ella peruana que no paraba de alimentarme con comida naturista y prepararme té. Durante dos días se fueron a pasar navidad a Wolfsburgo, y me dejaron las llaves. El depto quedaba en uno de los dos edificios donde filmaron "Good bye Lenin".
Recuerdo un jugo de mango con yoghurt en un restaurant indio.
Recuerdo haber visitado un departamento donde la calefacción era un horno a carbón.
En Berlín casi no tomé fotos, no tuve ganas.
En Berlín me enteré que Leo, el hermano de mi abuelo que murió en Auschwitz, estuvo refugiado en Bélgica durante la guerra.
En Berlín di vueltas suspendido en la noche iglú, sentado en unas altas sillas voladoras que giraban violentas por encima del paisaje urbano que estiraba sus piernas iluminadas.
Un par de veces fui a un antro donde sonaba una música industrial, una maquinaria oscura y electrónica, digamos un NIN potenciado. Recuerdo un ataúd que decía que si ponías una moneda podía pasar algo o no, recuerdo lenguas lesbianas en un rincón apagado, un foco azul, tres tipos escribiendo un ensayo acerca de porqué no había sexo en la Alemania soviética, recuerdo un aire tóxico, una sensación de sótano, y que era el único lugar abierto a esa hora.
En Berlín no sé.
En Berlín el muro, claro, y el nazismo. Recuerdo dos memoriales, dos obras de arte dedicadas al Holocausto. Recuerdo sentirlas con un frío indescriptible, y preguntarme hasta dónde se estira la cuerda de lo que uno puede llamar obra de arte.
Me recuerdo perdido en un lugar lejano, punta este de la ciudad, la noche navideña. Recuerdo las calles vacías, el ambiente hostil, algunos grupos de skinheads y una propuesta homosexual.
De Berlín recuerdo sus tatuajes y sus crestas, y un grupo de chicos que se divertían gritándonos desaforadamente en la cara, a quemaropa, o a quemacara.
Recuerdo estar con dos amigas y quince gramos de maría fresca, recién cortada, en los bolsillos. Recuerdo el aroma penetrante, inocultable, y haber pasado toda la tarde en el museo judío, tiñendo la historia yiddish de fragancias cannábicas.
En Berlín alguien vino a visitarme, alguien con quien meses atrás descubrí mi esquina en Barcelona.
Cerca del centro de Berlín hay una sala con varias sillas y una obra de arte. Se llama la Sala del silencio, y esa es su única función.
Las putas de Berlín serían modelos de alta gama en Sudamérica.
Recuerdo el suelo urbano como un solo bloque de hielo tras la nieve y la lluvia.
Mi última noche en Berlín salí por única vez a caminar solo: salí Berlín. Recuerdo que me detuve y sonaban profundas, con su eco solemne las campanas de la catedral, el repique virtuoso de un percusionista callejero
en su pequeño timbal, el tren queseacercapasayseva dejando pelos revueltos, los graznidos magnéticos, tenebrosos de los cuervos que volaban en círculo alrededor de las cimas afiladas de la catedral gótica y sus faroles viejos. Recuerdo la presencia gris y fantasmal de los monoblocs soviéticos, las fachadas ornamentadas con disparos, una aguja que se levantaba inalcanzable como una torre de babel y desaparecía brumosa en las alturas, una rueda de parque de diversiones que giraba como un goliat de neón, ramas escuálidas, luna llena, noche sin estrellas.
Frankfurt
Ciudad a la que no se me había ocurrido ir. Ciudad de empresarios y oferta sexual interminable. Ciudad de rascacielos y puentes angostos que iluminan las caminatas nocturnas a orillas del río. Ciudad en la que visité la muy aristocrática casa de Göethe y una fascinante exposición de esculturas encargadas por Mao, personajes sufrientes que denuncian con su furia la explotación que sufre el campesinado. Gestos exacerbados de la revolución cultural.
Ciudad de ferias navideñas que ofrecen salchichas, pesebres, vino caliente. Ciudad donde en el jardín de palmeras no había palmeras y donde por primera vez vi un lago congelado. Ciudad que nunca olvidaré, ciudad mágica porque nevó, por fin nevó. Cuando pasó lo de Buenos Aires, hace un par de años, yo estaba en Mar del plata. Y antes de eso había visto nieve, pisado nieve, jugado. Pero fue siempre el gusto agridulce de la nieve durmiente, la que flotó mientras yo soñaba o caminaba en otra ciudad. Y ahora la viví caer, la sentí traspasar mis pómulos, borrar con su blanca, frágil ligereza el pasado oscuro.
Unos días después, abrí "Papeles inesperados" y desemboqué en "Peripecias del agua" y pensé: sí, eso, exactamente.
Ciudad de ferias navideñas que ofrecen salchichas, pesebres, vino caliente. Ciudad donde en el jardín de palmeras no había palmeras y donde por primera vez vi un lago congelado. Ciudad que nunca olvidaré, ciudad mágica porque nevó, por fin nevó. Cuando pasó lo de Buenos Aires, hace un par de años, yo estaba en Mar del plata. Y antes de eso había visto nieve, pisado nieve, jugado. Pero fue siempre el gusto agridulce de la nieve durmiente, la que flotó mientras yo soñaba o caminaba en otra ciudad. Y ahora la viví caer, la sentí traspasar mis pómulos, borrar con su blanca, frágil ligereza el pasado oscuro.
Unos días después, abrí "Papeles inesperados" y desemboqué en "Peripecias del agua" y pensé: sí, eso, exactamente.
Estanbul
Estanbul es una ciudad rarísima, indescriptible, inasible, inclasificable. Estanbul es una ciudad con un movimiento caótico, frenético, pero no es una ciudad ruidosa: más bien diría lo contrario. Estanbul tiene más de quinientas, quizá más de seiscientas líneas de colectivo. Estanbul tiene ese juego constante, esa tensión indecisa entre antigua y moderna, cristiana y musulmana, asiática y europea. Ciudad de puentes intercontinentales, mezquitas que congelan el tiempo y la mirada, bazares donde no hay nada que no se consiga, nada que no se quiera comprar, y donde hay que tener una autodisciplina casi militar para no sucumbir a los encantos de los mejores vendedores del mundo, que siempre te hacen reir y saben hablar por lo menos cinco idiomas aprendidos de sus clientes.
Ciudad que tiembla cinco veces al día por los ensordecedores bramidos arabezcos que se elevan a gritos como plegarias al cielo desde los altavoces de las mezquitas innumerables. Ciudad acogedora en la que una vez me quisieron besar la mano cuando dije que mi apellido y mis ideales corren en direcciones opuestas. Ciudad donde salí con una japonesa que fotografía incesantemente a su mascota de peluche, un panameño que, como el otro que conozco, le encanta hablar de filosofía sin tener la menor idea, un inglés que vino desde Londres a Estanbul en bicicleta, y un brasilero que, porro de por medio, me relató que una vez fue con dos amigos a una casa de campo en la que se quedaron cuatro días y consumieron, cada uno, cuatro frascos de popper. Y que desde aquella vez se borró casi todo su pasado, no recuerda su infancia, reconoce caras pero no las conecta con nombres, tiene la certeza de que su memoria ha barrido algunas cosas muy importantes en su vida sin dejar la menor huella.
Creo que Estanbul fue la única ciudad donde no escuché argentinos, lo cual demuestra hasta qué punto llega su magia.
Ciudad que en su pretenciosidad parece agotar la condición humana, metrópoli abigarrada que no da respiro y no deja nada por fuera, todos los colores, los tamaños y las formas, los idiomas, las fachadas y las épocas, los aromas, los materiales y los recursos, las texturas, estructuras y quimeras posibles, imaginables. Estanbul es una brasa que derrite deliciosamente la corteza y contenido del verosímil occidental.
En Estanbul tomé litros de jugo de granada y unas cuantas tazas de sahlep, bebida regional de leche caliente con canela y vainilla, que evocó en mi paladar el recuerdo de aquella gloriosa bebida espesa: la chicha. La venezolana, porque la que hacen en Argentina no me gusta.
Ciudad donde todos los días me regalaron algo y donde jugué futbol con decenas de niños en una plaza cuyo límite traspasaba el horizonte.
Ciudad en la que ocurrió un incidente que no comentaré ahora. Sólo diré que mi vuelo Estanbul-Frankfurt no fue arbitrario ni casual.
Ciudad alucinante.
Ciudad que tiembla cinco veces al día por los ensordecedores bramidos arabezcos que se elevan a gritos como plegarias al cielo desde los altavoces de las mezquitas innumerables. Ciudad acogedora en la que una vez me quisieron besar la mano cuando dije que mi apellido y mis ideales corren en direcciones opuestas. Ciudad donde salí con una japonesa que fotografía incesantemente a su mascota de peluche, un panameño que, como el otro que conozco, le encanta hablar de filosofía sin tener la menor idea, un inglés que vino desde Londres a Estanbul en bicicleta, y un brasilero que, porro de por medio, me relató que una vez fue con dos amigos a una casa de campo en la que se quedaron cuatro días y consumieron, cada uno, cuatro frascos de popper. Y que desde aquella vez se borró casi todo su pasado, no recuerda su infancia, reconoce caras pero no las conecta con nombres, tiene la certeza de que su memoria ha barrido algunas cosas muy importantes en su vida sin dejar la menor huella.
Creo que Estanbul fue la única ciudad donde no escuché argentinos, lo cual demuestra hasta qué punto llega su magia.
Ciudad que en su pretenciosidad parece agotar la condición humana, metrópoli abigarrada que no da respiro y no deja nada por fuera, todos los colores, los tamaños y las formas, los idiomas, las fachadas y las épocas, los aromas, los materiales y los recursos, las texturas, estructuras y quimeras posibles, imaginables. Estanbul es una brasa que derrite deliciosamente la corteza y contenido del verosímil occidental.
En Estanbul tomé litros de jugo de granada y unas cuantas tazas de sahlep, bebida regional de leche caliente con canela y vainilla, que evocó en mi paladar el recuerdo de aquella gloriosa bebida espesa: la chicha. La venezolana, porque la que hacen en Argentina no me gusta.
Ciudad donde todos los días me regalaron algo y donde jugué futbol con decenas de niños en una plaza cuyo límite traspasaba el horizonte.
Ciudad en la que ocurrió un incidente que no comentaré ahora. Sólo diré que mi vuelo Estanbul-Frankfurt no fue arbitrario ni casual.
Ciudad alucinante.
jueves, 14 de enero de 2010
Kiato, Atenas y Salónica, 15/1/10
Despues de tres trenes, un colectivo y un ferry de dieciseis horas, llegue a Grecia. Di unas vueltas por Patras y me subi al primer tren a Atenas. Despues de un rato, el tren se detuvo en medio de la nada. Y la nada griega es la nada absoluta, ya lo dijo hace dos mil quinientos anios un gay barbudo que dedicaba sus dias al divague mental mientras un esclavo le abanicaba el pecho. Un par de simpatiquisimas chicas griegas con unas tetas que me hicieron pestanear cuatro veces me dijeron que el tren terminaba ahi, y que habia que tomar dos colectivos mas para llegar a la capital. Charlamos mientras el bus estaba en movimiento, y poco antes de llegar, luego de darme sus mails y telefonos por si queria saber cualquier cosa durante mi estadia, les pregunte cuales eran sus planes. Ellas se quedaban en Kiato, un pueblito de mil quinientas personas, donde viven los padres de una, a pasar el fin de semana. Me uni a ellas. Pasamos la noche con sus amigos (es decir, toda la juventud del lugar) un un cafe. Joanna, la unica que hablaba ingles, siempre traducia. En la tele pasaban el sorteo del mundial, en el que justamente Argentina y Grecia quedaron en el mismo grupo.
Yo pedi una cerveza, pero luego imite al resto y me tome un cafe frappe que, por algun motivo, todos pensaban que es algo que solo existe en Grecia: no tenia sentido desmentirlos.
Conversacion heterogenea, como siempre, ramificada. Cada vez me sorprende mas el nivel de asimilamiento que tienen los europeos con respecto a la cocaina, y lo ninios que son cuando empiezan a consumirla.
Jugamos juegos de mesa griegos y cenamos soublakia (delicia local que consiste en un pan de pita en forma de cucurucho, relleno de papas fritas, tomate, cebolla, carne y una salsa hecha a base de yogurt).
Todos los chicos me preguntaron si en Brasil las chicas son tan sexys como ellos piensan.
Mis amigas dijeron que conocen a Natalia Oreiro y nombraron uno por uno todos los personajes de Marimar y Maria la del barrio. Aun me cuesta creerlo.
Me preguntaron si tambien en mi pais los pueblitos bullen de chismes que hacen la vida mas bien insoportable, y les dije que pueblo chico...
En Kiato no habia hosteles ni lugares publicos donde pudiera tirar mi bolsa de dormir, asi que pague el doble de lo que suelo pagar, por una habitacion de hotel con dos camas y tele y aire acondicionado y un balconcito que, teniendo en cuenta que venia gastando muy poco y que la noche anterior habia dormido contorsionado entre dos sillas de madera, no era tan grave y mi cuello lo pedia a gritos.
A la maniana siguiente fuimos al mismo cafe, la misma gente. Un par de horas luego, un amigo de ellas me llevo en moto a la estacion. Con la mochila colgando de los hombros, miraba hacia atras, veia que un pueblo fantasma desaparecia en el horizonte. Sonreia por el pasado reciente, por el amor hacia lo inesperado. Sentia el viento frio reventar contra mi cara, traspasarme, y era inmensamente libre y feliz.
Llegue a Atenas de noche, tire mi mochila sobre un colchon y sali a caminar. Algunas cosas me sorprendieron por su abundancia: locales de tematica erotica (sex shops, strippers, cines), basura en la calle y policias (cada dos esquinas, en grupos que iban desde siete u ocho -no menos- hasta cuarenta). Asustan.
Esa primera noche me perdi, quiza mis pies me llevaron hasta los limites de la ciudad, y lo unico que me gusto fue una placita rectangular escondida entre dos iglesias, con algunos bares de luces rosas donde sonaba Depeche Mode y promocionaban ron venezolano.
Pintadas anarcas y afiches comunistas a centenares, pero esto no sorprende: a los griegos los persigue su fama de tener una izquierda radical y envidiablemente combativa.
Gran parte de Atenas es, el peor de los adjetivos, normal. Me refiero a que es una ciudad que no transmite nada, con su amontonamiento de coches, sus negocios de ropa barata, sus ocres edificos cuadrados. Ciudad opaca.
Los dias siguientes me amigue con la ciudad. Le encontre sus rinconcitos, digamos. Sus iglesias antiguas rodeadas de columnas doricas, incrustadas como huespedes desubicados en el centro de plazas a las que hay que bajar en escaleras, sus cafecitos con terrazas que enfrentan la Acropolis.
Anduve por un paseo largo colmado de pequenios negocios a ambos costados. Entre souvenirs baratos y demas mierdas for export, entre cartreras LV falsas y adornos baratos de yeso, habia, cuando no, donde no, esas remeras con frases que tienden a balancearse entre la boludez y los archiconocidos formatos internacionales del estilo "I love Greece" o dos muniequitos casandose sobre la leyenda "game over". Sin embargo, dos se llevaron, humildente, el premio a la originalidad: "Three reasons to be a teacher: june, july, august" y "Edipus: the original motherfucker".
En ese mismo paseo me invitaron a entrar a un negocio de instrumentos musicales donde me ofrecieron tocar una especie de darbuka hecha con cuero de pez negro, que tenia un compartimento con agua que le daba un eco gelatinoso.
En Atenas la marihuana es mala y barata; te la venden unos yonquis en una plaza y viene dentro de cajitas de fosforos.
Una noche me tope tres veces con el suelo baniado de cristales molidos frente a las vidrieras rotas a piedrazos de grandes marcas de ropa. Al dia siguiente el olor a quemado infesto la ciudad, producto de un enfrentamiento entre grupos de izquierda que quemaban lo que tenian a mano y la policia, en una manifestacion en recuerdo del primer aniversario de la muerte de un chico que asesino la policia a gatillo facil.
Atenas me gusto mas desde arriba que desde el suelo. Desde la Acropolis se despliega una ciudad de paredes de un blanco cegador, techos de tejas escalonados, montanias como fortalezas, templos antiguos de gruesas columnas, espacios verdes como injertos arbitrarios en la epidermis urbana.
En Atenas me di cuenta de que para alegrarme el dia basta con que una cara arrugada se arrugue un poco mas cuando me dedica una sonrisa.
Envuelto en una frasada de tranquilidad, cierro esto sentado en el cafecito del Jardin Nacional: un laberinto de pergolas y arboles milenarios como jardines de Babilonia, de juegos infantiles y corrales de gallinas, de senderos de tierra que rodean un lago con peces y tortugas que es cruzado por un puente que me hace acordar mucho a un lugar que amo: el Jardin Japones.
La Acropolis y el Agora son lugares fascinantes, pero me aburre describirlos, caeria en un compendio de lugares comunes. Para mas info: wikipedia.
Llegue a Salonica a la tarde, tras bordear Grecia en tren. Camine un par de horas buscando la direccion de un lugar para dormir. En un momento de hastio estuve apunto de volverme a la estacion y subirme a la primera cosa que me lleve a Estanbul. No se si era mas complicado encontrar la calle, un telefono publico o un griego que hable ingles.
El hostel es genial, y en realidad no es un hostel, sino un departamento en el que solo estamos una chica, que todavia no conoci, y yo. Los duenios son tres mochileros que no viven ahi y no aceptan dinero en sus manos: cada quien pone lo que le parece en una cajita que hay sobre un mueble.
Hace rato sali a caminar junto al mar. A lo lejos, las luces de la ciudad. El cielo negro sin estrellas, el mar de un oscuro brumoso indistinguible, y entonces un muelle. Y luego del muelle, mar y cielo remolachas. Y luego un circulo de pasto y marmol con quince tubos gigantes de acero de los que colgaban un monton de paraguas iluminados en claroscruro por unos faros amarillos. Y una torre blanca que tiene quinientos anios y que es igual a la ficha de ajedrez pero de piedra y con muchas ventanas. Y una fuente de aguas danzantes. Y una peatonal en subida con tiendas de discos de coleccion y una excavacion arqueologica y unos cuantos cafecitos, en uno de los cuales estoy sentado ahora, con el boligrafo de la camarera, un chill out que ambienta a luz de vela, un techo gris azulado y una decoracion de gusto moderno. Y la sensacion, sobre todo, de que Salonica es mucho mas linda que Atenas.
Mas fea o mas linda, Salonica es siempre mas expresiva que Atenas. Y la gente es mas calida y sonriente. Tiene muchas mas cosasa para ver, y con una distribucion mas caotica, mas sorpresiva. Y sus docenas de iglesias bizantinas. Y cuando me cansaba, o la lluvia aumentaba su inclemencia, siempre encontre algun cafecito con ambiente para sentarme a escribir.
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